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Miedo: esa sensación que le oprimía el pecho, otorgándole la ansiedad de recrear horrendos finales para él.

Tristeza: el arrepentimiento de tan solo pensar que ese podría ser su último día de libertad, o en el peor de los casos: su vida.

Añoranza: la idea de perder todo lo que tenía —por tan poco que fuese— a causa de sus errores. Sin escuela, un hogar, sin su madre.

Aquellas emociones predominaban en el chico tumbado en la batea de la camioneta, boca arriba, con la cara tapada.

Sus lágrimas empaparon la bolsa de algodón que tenía en la cabeza, revuelta con la poca sangre que salió de su nariz cuando fué golpeado por un soldado para que no opusiera resistencia.

«Mamá» era en todo lo que pensaba.

El zangoloteo de la camioneta se detuvo, al tiempo en que los soldados bajaban. En cuanto a él, sin visión y con las extremidades atadas no podía hacer nada, salvo esperar a los militares que regresaron en cuestión de minutos. Momentos donde los disparos, gritos, insultos y quejidos de dolor no se hicieron esperar.

El pavor de Joaquín incrementó cuando arrojaron un cuerpo sin vida cerca de él. Lo sabía gracias a uno que otro soldado que se burlaba de su situación, confesándole que le pusieron un cadáver cerca suyo.

—Hey, campeón —dijo un soldado que le daba toques en el hombro—. ¿Todo bien? —todos se reían al escuchar los hipeos de Joaquín.

Dichas acciones de ir a determinados puntos y luego frenar, disparar y subir más cuerpos se repitieron durante las siguientes horas. Para ese lapso, Joaquín tenía tanto cuerpos sin vida, como personas vivas en todo su alrededor, siendo pateado y escupido junto a los criminales que los soldados lograron atrapar.

Entre risas de los soldados, lamentos de los criminales vivos que eran agredidos, insultos y escupitajos, las camionetas se detuvieron.

—Solo necesitamos a tres —dijo un soldado de voz gruesa.

Los oidos de Joaquín se habían afinado hasta el punto de escuchar el más mínimo sonido.

La recarga de un arma, los delincuentes siendo arrastrados —incluyéndolo—, los insultos en español y las palabras de los oficiales que se comunicaban en inglés.

El chico que rezaba en su mente fue puesto de rodillas, a merced del soldado que recargó la Glock en sus manos para comenzar a disparar en la cabeza de los siete criminales, uno por uno. Mientras él solo podía escuchar los cuerpos sin vida callendo sobre la tierra.

Joaquín recordó las palabras de la directora Russel: "puede dejarlo tieso".  Quiso suplicar, pero un puntapié en la boca del estómago lo hizo callar, retorciéndose de dolor.

Se había orinado del miedo cuando el cañón de la pistola tocó la parte trasera de su cabeza. Volvió a llorar, preguntándose si había valido la pena estar alejado de la realidad. No darle cara a sus problemas, faltar a la escuela para ir con el difunto vendedor de estupefacientes con el que tenía una especie de relación, no pasar tiempo con su madre.

—Por favor —dijo con voz entrecortada—. Yo no hice nada.

El soldado lo ignoro. Después, Joaquín solo pudo escuchar un disparo, seguido de perder la consciencia por un fuerte impacto.

Gabi.

Los acontecimientos del día anterior dejaron un mar de preguntas que nadaban en la mente de Gabi.

Yacía mucho que no pensaba en sus progenitores. Saber de ellos le generaba una sensación agridulce, como una persona de buen paladar que degusta de la gastronomía hindú, sin sentir tanto gusto por los vídeos de callejeros que preparaban comida en un espacio antihigiénico.

El arte de ser y no serDonde viven las historias. Descúbrelo ahora