Esa noche, al regresar de la playa, Valeria sintió una paz que no había experimentado en semanas. Con la imagen de la cometa volando en el cielo y la sonrisa de Gabriel aún fresca en su memoria, se sintió esperanzada. El viento le había dado una sensación de libertad que no creía posible, y por un instante, la pesada carga de la enfermedad pareció desvanecerse. Sin embargo, esa sensación se desvaneció en cuanto cruzó la puerta de su casa y notó las miradas cargadas de preocupación de sus padres.

Su madre, Ana, la esperaba en la sala, sentada con un libro en las manos. Sin embargo, Valeria sabía que no estaba realmente leyendo. La mirada de su madre, suave pero penetrante, estaba fija en la puerta, como si pudiera percibir su llegada incluso antes de que ocurriera. Marco, su padre, estaba en la cocina preparando la cena, pero el sonido de los utensilios chocando contra los platos tenía una cadencia que indicaba algo más profundo: estaba ansioso, inquieto. Diego, su hermano menor, de apenas 16 años, estaba sentado en la mesa de la cocina, jugando con su teléfono, pero levantó la vista en cuanto Valeria entró, como si fuera incapaz de ignorarla.

—Hola —dijo Valeria con una sonrisa que intentaba ser ligera, pero en su voz sonó una nota de fragilidad que no pudo ocultar. De inmediato, la preocupación se reflejó en los ojos de sus padres.

Ana dejó el libro y se acercó a ella con rapidez, casi como si temiera que se desvaneciera si la dejaba ir. La examinó, buscando señales de que todo estuviera bien, y Valeria no pudo evitar sentir el peso de esa mirada, un amor tan intenso que se volvió doloroso.

— ¿Cómo te fue hoy, cariño? —preguntó su madre con suavidad, su tono lleno de cariño pero también de temor.

Valeria intentó sonreír, pero la sonrisa salió forzada, una máscara para ocultar la tormenta interior.

—Bien. Fui a la playa... volé una cometa —respondió, y al decirlo, notó un brillo en los ojos de su madre. Aquella respuesta, esa simple mención, parecía ser lo que Ana tanto había esperado. Sin embargo, detrás de esa expresión, Valeria también vio el velo de tristeza que se tejía cada vez que miraba a su hija. Era un dolor que nunca se atrevía a compartir, pero que estaba siempre presente.

—Eso suena maravilloso —comentó su padre desde la cocina, intentando inyectar un tono alegre en su voz. Sin embargo, Valeria detectó el temblor de incertidumbre en su tono. Era evidente que Marco estaba luchando por mantener su compostura. Desde el diagnóstico, él había tomado un papel protector, casi sobreprotector, y la idea de que no podía arreglar las cosas lo estaba consumiendo en silencio.

Diego, que siempre había sido más callado, levantó la mirada del teléfono y se acercó a Valeria. Su expresión era seria, y aunque su tono de voz era bajo, la preocupación era evidente en cada palabra.

—¿No te cansaste mucho? —preguntó Diego, como si temiera que cualquier palabra pudiera romper la frágil calma que había intentado construir entre ellos.

Valeria se acercó y le dio un pequeño empujón en el hombro, tratando de hacer que el ambiente fuera más relajado.

—No soy tan frágil como crees, enano. Estoy bien —dijo, pero sus palabras no lograron aliviar completamente la preocupación en los ojos de su hermano. Diego la miró con una sonrisa triste, y Valeria sintió cómo se le apretaba el corazón al ver la angustia reflejada en su rostro. Desde que había recibido el diagnóstico, Diego había comenzado a ser más protector, siempre pendiente de cada uno de sus movimientos. Sabía que el cambio era inevitable, pero aún así, le dolía ver a su hermano perder parte de su infancia al asumir responsabilidades que no le correspondían.

Durante la cena, el ambiente en la casa era una mezcla de calidez y melancolía. Conversaron sobre temas triviales, como si fuera una noche común. Sin embargo, todos sabían que no lo era. Cada risa, cada broma, cada mirada intercambiada, era ahora un tesoro más valioso que nunca. Valeria sintió el amor en cada palabra que sus padres le dirigían, pero también podía percibir la ansiedad que todos intentaban disimular. En el fondo, todos sabían que el tiempo era un enemigo invisible, y cada momento juntos era una oportunidad de crear recuerdos que atesorarían.

En medio de la conversación, Valeria sintió el impulso de compartir lo que había estado preparando. Se armó de valor, tomándose un momento para ordenar sus pensamientos antes de hablar.

—Mamá, papá —dijo, haciendo que ambos la miraran con atención. Su voz era más firme de lo que se sentía en ese momento—. Decidí hacer una lista de cosas que quiero hacer. Ya taché la primera.

Su madre esbozó una sonrisa tímida, y Valeria vio cómo una chispa de esperanza brillaba en sus ojos, como si esa fuera la señal que tanto había esperado.

— ¿Qué cosas quieres hacer, cielo? —preguntó Ana con un tono suave, que en realidad escondía una mezcla de miedo y deseo de entender lo que su hija estaba experimentando.

Valeria miró a sus padres ya Diego, con una mezcla de nervios y valentía. Estaba lista para dar un paso hacia adelante, hacia la vida, aunque fuera con pasos pequeños.

—No son cosas complicadas... quiero hacer cosas pequeñas, pero importantes para mí. Como volar una cometa, ver el amanecer en la cima de una montaña... cosas así —dijo, y al escuchar su propia voz, se dio cuenta de que no solo hablaba de deseos; Estaba también hablando de sueños por cumplir, de momentos que no quería perderse, de promesas que quería cumplir antes de que fuera demasiado tarde.

Marco dejó lo que estaba haciendo y se acercó, mirándola con una mezcla de sorpresa y profunda tristeza. Desde el diagnóstico, él había evitado hablar sobre el futuro, como si mencionar los detalles fuera solo una forma de aceptar lo inaceptable.

—Si eso es lo que quieres, Valeria, entonces estaremos contigo —dijo Marco, aunque su voz temblaba, y Valeria pudo sentir la tensión en sus hombros, la impotencia que él no podía ocultar.

Diego, que la observaba en silencio, también habló con una sinceridad que solo un hermano podía tener. Sus ojos, brillando con una mezcla de orgullo y preocupación, la miraban con cariño.

— ¿Te puedo acompañar en alguna de esas cosas? —preguntó, como si todavía creyera que el estar a su lado podría hacer la diferencia, que tal vez, de alguna manera, podría detener el tiempo.

Valeria lo miró, el corazón llenándose de una ternura inmensa, y acarició su cabeza, sintiendo el calor de su presencia. Su hermano siempre había sido su compañero de vida, y el verlo tan vulnerable frente a ella la tocaba profundamente.

—Por supuesto. Sería especial tenerte conmigo en cada uno de esos momentos —respondió, y vio cómo su hermano relajaba su expresión, aliviado por la aceptación.

Esa noche, después de despedirse de sus padres y de Diego, Valeria regresó a su habitación. Cerró la puerta suavemente y se sentó junto a su escritorio, el cuaderno frente a ella. Abrí la página donde había comenzado su lista y escribió un nuevo deseo:

Hacer un viaje con mi familia.

Mientras miraba el cuaderno, pensó en Gabriel y en el día que habían compartido. Sonrió al recordar su risa despreocupada y su energía contagiosa. Pensó en cómo él no sabía nada sobre su enfermedad, y lo agradecía. En ese momento, se dio cuenta de lo valioso que era poder ser simplemente ella misma, sin tener que cargar con el peso del diagnóstico.

Entonces, decidió que, si el destino lo permitía, lo volvería a ver. Quizás, en algún punto de su lista, aparecería su nombre. Tal vez, algún día, la cometa que ella había dejado volar esa tarde, también podría traerlo de vuelta a su vida.

El último deseoWhere stories live. Discover now