Valeria se quedó mirando la página en blanco de su cuaderno, sentada junto a la ventana de su habitación. A través del vidrio empañado, veía cómo las gotas de lluvia recorrían el cristal, en caminos tan inciertos como sentía que era el suyo. La lluvia golpeaba con suavidad el vidrio, como un susurro constante que la acompañaba en su soledad. El día estaba gris, opaco, reflejando perfectamente el estado de su ánimo. Desde que había recibido el diagnóstico, todo parecía haber perdido sentido. Esa palabra que había leído en el reporte médico, tan fría y definitiva, resonaba en su mente cada vez que cerraba los ojos: terminal.

Esa palabra se había instalado en su vida como una sombra persistente. En un principio, había intentado ignorarla, aferrándose a las pequeñas cosas cotidianas: el sonido del viento, la suavidad de las sábanas, el aroma del café por la mañana. Pero todo parecía haberse desvanecido en un mar de incertidumbre. Las semanas pasaron como un torbellino de visitas al médico, pastillas y consejos de aquellos que querían darle consuelo. Pero lo único que Valeria sentía era un vacío profundo, un abismo que se extendía frente a ella, robándole las fuerzas.

Había pasado las últimas semanas inmersa en el dolor, intentando comprender y aceptar su nueva realidad, pero el sufrimiento y el miedo la abrumaban. Se sintió atrapada en una jaula invisible, sin salida, sin aire. Los días se sucedieron sin que ella pudiera encontrarles un propósito. Sin embargo, algo en su interior le decía que no podía permitir que el tiempo que le quedaba se esfumara entre las sombras de su tristeza. Necesitaba vivir, o al menos intentarlo. Aquel cuaderno iba a ser su primer paso para hacerlo, un primer intento de dar un giro a su vida, por pequeño que fuera.

Con las manos temblorosas, respiró profundamente, buscando algo de calma en su agitada mente, y comenzó a escribir. No sabía si era una idea absurda o una forma de desesperación, pero ya no le importaba.

Lista de Cosas por Hacer Antes de Partir:

Ver el amanecer desde la cima de una montaña.
Aprender a bailar bajo las estrellas.

Hacer una promesa que nunca se romperá.Visite la playa en invierno.Volar una cometa.

Y así seguí, una tras otra, escribiendo pequeñas y grandes metas, deseos sencillos y algunos más complejos. Algunos eran tan simples como probar un sabor de helado que nunca había probado, o caminar bajo la lluvia sin que eso la molestara. Otros más profundos, como perder el miedo a las alturas, o simplemente encontrar una razón para sonreír, por más efímera que fuera. Cuando terminó, el cuaderno parecía menos vacío, como si de alguna manera su alma también hubiera comenzado a llenarse, aunque solo un poco.

Al escribir la lista, algo en ella se transformó. Sintió una chispa de vida, una pequeña llama de emoción en su pecho que hacía mucho no experimentaba. Era como si, al poner esas palabras en el papel, pudiera reclamar una pequeña parte de su existencia, como si el hecho de desear algo, por mínimo que fuera, pudiera devolverle un sentido a su vida. Aunque no sabía si cumpliría todos esos deseos, sentía que, al menos, intentaría alcanzarlos. Era mejor que rendirse, pensó.

Con una débil sonrisa, cerró el cuaderno y lo presionó contra su pecho. Cerró los ojos y se prometió a sí misma que, aunque su tiempo fuera limitado, haría todo lo posible por aprovecharlo. No sabía cuántos días le quedaban, pero estaba decidida a que esos días tuvieran valor.

Esa misma tarde decidió dar su primer paso: volar una cometa. Siempre le había parecido un acto de libertad, de dejar que el viento llevase un pedazo de ella hacia el cielo. La idea de ver algo tan frágil y hermoso elevarse por encima de sus dudas y temores le ofrecía una extraña sensación de paz. Cogió su mochila, metió el cuaderno y salió al exterior, con el viento fresco acariciando su rostro. Dirigirse a la playa parecía ser la mejor opción, un lugar amplio donde pudiera disfrutar de su pequeña aventura sin que nada la detuviera.

Al llegar a la playa, la brisa salada y el sonido del mar la envolvieron de inmediato. Las olas rompían con suavidad sobre la arena, mientras el cielo aún mantenía su tono gris, un manto nublado que le daba un aire melancólico al paisaje. Cuando sacó la cometa, la sensación de libertad fue más fuerte que nunca. Pero al intentar lanzarla, el viento la arrastró de una forma inesperada, y la cometa terminó enredándose en sus pies. Se tambaleó, tratando de mantener el equilibrio, pero una risa suave y cálida la hizo voltearse rápidamente.

—Parece que la cometa tiene más ganas de estar en el suelo que en el aire —dijo una voz detrás de ella, una voz con una chispa de simpatía.

Valeria se sonrojó levemente, sorprendida de que alguien la hubiera visto en esa situación tan torpe. Miró al chico que estaba a su lado: un joven alto, con ojos brillantes y una sonrisa despreocupada que irradiaba una energía cálida. Había algo en él que, de inmediato, la tranquilizó.

Antes de que pudiera responder, él dio un paso hacia ella, y con una sonrisa juguetona, extendiendo la mano.

—Soy Gabriel. ¿Te gustaría que te ayuden?

Valeria lo observó por un momento, dudando. Había algo en su expresión que la hizo sentir como si, al menos por un momento, todo estuviera bien. Como si estuviera frente a alguien que entendía lo que era la vida, con sus altos y bajos, y que, por alguna razón, estaba dispuesto a compartir un poco de su luz con ella. Sin saber por qué, ayudó su ayuda.

—Soy Valeria. Y sí, creo que un poco de ayuda no me vendría mal —respondió con una sonrisa tímida.

Gabriel comenzó a mostrarle con paciencia cómo soltar la cometa poco a poco, ayudándola a entender cómo aprovechar el viento sin perder el control. Tras varios intentos, la cometa finalmente se elevó, flotando libre en el cielo gris, bailando al ritmo del viento. Valeria no pudo evitar soltar una risa de alegría al ver cómo la cometa ascendía, llevando consigo sus preocupaciones.

—¡Lo lograste! —exclamó Gabriel con entusiasmo, mirándola con una sonrisa sincera.

Valeria lo miró, sintiendo una gratitud inmensa por ese extraño que, de alguna manera, había llegado en el momento perfecto. Algo en su interior le decía que este encuentro no había sido casualidad, que Gabriel era alguien que, de una forma u otra, cambiaría su vida.

Mientras ambos observaban la cometa elevarse, Valeria pensó que, después de todo, tal vez todavía podía tener momentos felices. Tal vez aún le quedaba algo de tiempo para crear hermosos recuerdos. Y aunque no sabía si cumpliría todas las cosas de su lista, ese primer día había sido suficiente para encender una chispa de esperanza en su corazón.

Ese fue el primer día de su lista. Y aunque Valeria no lo sabía aún, era también el comienzo de una historia que nunca olvidaría.

El último deseoWhere stories live. Discover now