La habitación del hospital estaba sumida en una paz que parecía fuera de lugar. Los monitores apagados y las sábanas ordenadas ya no advertían del peligro inminente, pero dentro de ella, el corazón de Gabriel continuaba latiendo con un pánico difícil de disipar. Valeria había sido dada de alta, y aunque los médicos aseguraron que su estado se había estabilizado, el miedo de Gabriel crecía con cada segundo que la veía a su lado, tan frágil, tan delicada.

Cuando el auto se detuvo frente a la casa de Valeria, Gabriel se apresuró a bajar y a abrir la puerta del copiloto, extendiéndole la mano con cuidado. Ella le dedicó una sonrisa cansada, pero tranquila.

—Gabriel, estoy bien —le dijo, con una voz que pretendía ser firme, aunque no podía ocultar el agotamiento.

Él no contestó, pero no soltó su mano mientras la ayudaba a salir. Cada movimiento de ella parecía una oportunidad para que algo saliera mal, para que el equilibrio inestable de su salud se rompiera. Sabía que ella quería volver a su hogar, estar rodeada de su familia, cumplir esos últimos deseos de su lista... pero él no estaba convencido. No podía imaginarse dejándola ir, permitiéndole exponerse a un mundo que él ya no controlaba.

Apenas cruzaron el umbral, su madre y su hermano Diego los recibieron con abrazos y palabras cariñosas. Pero Gabriel estaba demasiado absorto en Valeria, observándola, vigilándola de cerca por si mostraba algún signo de incomodidad o fatiga. Su instinto protector lo mantenía alerta, como si pudiera protegerla solo con su presencia.

—Cariño, ¿cómo te sientes? —preguntó su madre con un susurro preocupado.

—Me siento bien, mamá. Es solo que tengo... un guardián demasiado celoso —respondió Valeria, lanzándole una mirada divertida a Gabriel.

Él intentó esbozar una sonrisa, pero no lo consiguió. Todo parecía indicar que Valeria estaba bien, pero algo dentro de él seguía rechazando esa tranquilidad. Se mantuvo pegado a su lado durante la cena, sirviéndole la comida, vigilando cada bocado, pendiente de si mostraba algún síntoma de dolor o fatiga.

A medida que la noche avanzaba, sus familiares intercambiaban risas y anécdotas, pero Gabriel apenas se permitía relajarse. Cada tanto, murmuraba:

—¿Te sientes bien? ¿Quieres que te traiga algo?

Valeria, con una paciencia infinita, le sonreía y asentía con cansancio.

—Gabriel, deja de preocuparte tanto. Quiero disfrutar de este momento —le respondió suavemente, como si intentara recordarle la importancia de cada instante.

Sin embargo, él no podía dejar de sentir ese nudo en el estómago, esa opresión que le indicaba que algo podía salir mal en cualquier momento. Diego, al notarlo, le dirigió una mirada burlona.

—Gabriel, estás actuando como si Valeria fuera de cristal. ¿No te das cuenta de que está aquí, con nosotros? Ella es fuerte, siempre lo ha sido. Déjala respirar, por favor.

Gabriel lo miró con una expresión entre la frustración y el agradecimiento. Quería decirle que no entendía el miedo que sentía, la desesperación que le recorría cada vez que Valeria parecía más vulnerable de lo que deseaba. Sabía que Diego tenía razón, pero algo dentro de él se rehusaba a soltarla, a dejar de preocuparse.

A la mañana siguiente, Gabriel despertó sobresaltado. Sin importarle la hora, caminó hasta la habitación de Valeria, solo para asegurarse de que seguía bien. La encontró despierta, mirando por la ventana, con una expresión serena.

—Quiero salir al jardín —dijo ella en cuanto lo vio—. Quiero sentir el sol.

Él la ayudó a levantarse, sosteniéndola como si pudiera romperse en cualquier momento. Cuando llegaron al jardín, Gabriel tiró de una silla para que ella se sentara y le colocó una manta sobre las piernas, asegurándose de que estuviera cómoda y protegida.

—¿Te sientes bien? —preguntó otra vez, incapaz de contenerse.

Valeria suspiró con cansancio y lo miró, sus ojos llenos de ternura pero también de agotamiento.

—No puedo quedarme tranquila si me sigues por toda la casa. Necesito respirar, Gabriel. Necesito sentir que puedo hacer las cosas por mí misma, que no soy una carga.

Él bajó la mirada, sin saber qué decir. Sabía que estaba siendo sobreprotector, que su amor lo empujaba a actuar de manera casi obsesiva. Pero el miedo a perderla era más fuerte que cualquier razón. La idea de que algo pudiera sucederle lo asfixiaba.

Valeria tomó su mano, apretándola con suavidad.

—Gabriel, no quiero que esto se convierta en una carga para ti. Yo también tengo miedo, créeme, pero quiero vivir lo que me queda sin ser tratada como una porcelana frágil. Prométeme que no me harás sentir así.

Él la miró, tratando de procesar lo que le pedía. Sus ojos reflejaban el conflicto interno que sentía: por un lado, deseaba darle la libertad que ella anhelaba, pero por otro, el instinto de protegerla lo controlaba. Tras unos segundos de silencio, asintió.

—Te lo prometo —murmuró con voz temblorosa—. Trataré de darte el espacio que necesitas.

Valeria sonrió, y aunque él intentó corresponder, su corazón continuaba lleno de dudas. Había prometido darle espacio, pero sabía que ese miedo seguiría allí, acechante, como una sombra imposible de disipar. Él deseaba que su amor pudiera protegerla, que su presencia fuera suficiente para mantenerla a salvo. Sin embargo, entendía que el amor no era una barrera contra la muerte, y esa realización lo atormentaba.

Esa tarde, Valeria se quedó dormida en el sofá. Gabriel permaneció a su lado, mirándola en silencio. Las líneas de preocupación en su rostro se suavizaban mientras dormía, y él deseó poder quitarle cualquier dolor, cualquier pesar, incluso a costa de su propio bienestar. Sabía que tenía que dejarla vivir, que debía respetar sus deseos, pero el miedo era un sentimiento difícil de controlar.

La puerta de la casa se abrió, y entraron Diego y su madre. Al ver la escena, Diego sonrió y bromeó:

—Parece que estás cuidando de un tesoro, Gabriel. No te preocupes, cuando ella despierte, le recordaré que puede respirar por sí misma —dijo con una sonrisa juguetona.

El comentario rompió la tensión en la sala, y Valeria despertó con una pequeña sonrisa al escuchar a su hermano. Gabriel, sin embargo, continuó observándola con la misma mirada protectora, como si no pudiera evitarlo.

Ella le acarició la mano, mirándolo con afecto.

—Te entiendo, Gabriel. También tengo miedo. Pero quiero que seas tú, no alguien consumido por la ansiedad. Prometámonos vivir sin miedo, aunque nos cueste.

Gabriel la miró, el amor y el dolor reflejándose en sus ojos. Sabía que sería difícil, que ese miedo seguiría allí, pero también comprendía que ella necesitaba vivir cada momento, sin cadenas ni sobreprotecciones. La idea de perderla era un miedo constante, pero él se comprometió a apoyarla sin limitarla.

A partir de ese momento, cada segundo juntos se convirtió en una especie de despedida silenciosa, una mezcla de amor y temor, pero sobre todo, de esperanza.

El último deseoWhere stories live. Discover now