Capítulo 5

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El martes por la mañana, fue como un martes normal, aunque junto a Heleine.
Alfie tenía paperas, y los demás no hacían demasiados comentarios sobre ella.

Al volver a casa, Heleine me paró frente a las escaleras.

-Hay un piano -fue todo lo que me dijo.

Cogió mi mano y me arrastró hasta el apartamento de la señora McArthur.

Para cuando llegamos, estaba sin respiración, bien por la carrera o bien porque Heleine había sujetado mi mano.

Una vez allí, Heleine se sentó frente al piano sonriendo.
Abrió la tapa y cerró los ojos.

Me senté en la moqueta mientras la melodía inundaba mis oídos y observaba a Heleine. Cómo sus dedos se movían ágiles a través del teclado, su sonrisa ligera.

Se pasó la tarde tocando, y sin embargo, parecía que tan solo habían pasado cinco minutos.

-¿Qué?- inquirió, sonriendo, cuando se puso en pie.

-Nada.

Bajamos los escalones, y yo me senté en el último. Ella me imitó y me miró fijamente.

-Mi madre... -comenzó a decir-. Era pianista.

La abracé. Era consciente de que éramos desconocidos, y de que si seguíamos así lo seríamos para siempre.
Sin embargo necesitaba abrazarla.
Solo ella sabe lo que sentí al sujetarla entre mis brazos, solo Heleine.

Volvió a sostener mi mano, sin embargo, esta vez la abrió completamente. Comenzó a deslizar su dedo meñique por cada centímetro, mientras yo me quedaba sin aire.

-Puedo leerte, Jacob.

La miré extrañado, como si solo supiera decir cosas sin sentido.

-Aquí, los versos de la palma de tu mano. Puedo leerte como un libro abierto.

-Crees que puedes- la corregí, sonriendo.

-No -se puso seria-. Puedo leerte, Jacob. A ti, que te crees solo, insalvable.

-No estoy solo.

Heleine suspiró y me miró a los ojos.

-Desde luego no lo estás.

Me pasé el resto del día pensando en ella. Chicas.
Por supuesto que estaba solo.

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Heleine llevaba falda el miércoles. Estaba tan guapa que al bajar las escaleras me salté dos pasos y tropecé.

-Eres tan torpe, Hannes- me dijo riendo, desde arriba.

En el autobús, los chicos de atrás silbaron al verla.
Heleine me sonrió y me quitó el libro que sostenía en mis manos.

-El Diario de Ana Frank.

Lo había vuelto a coger, porque me recordaba a ella.
Me hice el interesante.

-En Historia nos han mandado un trabajo.

Heleine soltó una carcajada y me besó en la mejilla.

Me besó,

en la mejilla.

¿Cómo mi cara podía tener tantas terminaciones nerviosas de repente?

Observé el libro que ella sostenía sobre sus piernas.

-Orgullo y Prejuicio.

-¿Lo has leído?

-Claro.

-¿Me mientes?

-No.

-Me mientes. Ningún chico lee nada de Jane Austen.

-El amor nos hace tontos a todos -cité, sonriendo.

-¿Se puede morir de felicidad?- citó ella, riendo.

Pasamos el resto de la mañana citando libros que habíamos leído.

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Para aquel entonces me había dado cuenta de que Heleine no se reía demasiado.
Sabía que me ocultaba algo, que no me lo había contado todo sobre su pasado.
Comprendía que para poseer una vida interesante no te debían ocurrir cosas buenas.
A pesar de todo eso, hacerla reír se convirtió en lo único que quería.

El viernes fuimos al cine.
A la salida, Heleine estaba seria.
No seria como de costumbre.
Seria como nunca.

La llevé al puente de Brooklyn sin dirigirnos la palabra. Subimos las escaleras de metal y nos sentamos en el borde.

Me miró a los ojos, con aquella mirada triste, imperativa y dolorosa que hacía que la quisiera abrazar con todas mis débiles fuerzas en ese momento.

-Lo siento -dijo.

-Todas las situaciones críticas tienen un relámpago, que nos ciega o que nos ilumina -solté, citando a Los Miserables.

-No tienes remedio, Jacob. Yo ya estaba ciega.

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