Capítulo 11

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El peor día de mi vida fue el 4 de julio de 1983.

Supongo que ahora llega la parte en la que escribo por qué razón ese día está en la parte de atrás de mi memoria golpeando mis pensamientos de vez en cuando, pero no.

No escribiré sobre nada de ello.

Escribiré de aquel viernes en el que Heleine y yo cenamos juntos en el rellano tumbados sobre un edredón mientras escuchábamos a Joy Division.
Ese mismo viernes, Heleine se fue a su casa y estuvimos comunicándonos por código morse dando golpes a las paredes de nuestras habitaciones hasta que nos quedamos dormidos.

Ese mismo viernes, me desperté sobresaltado por un ruido en las escaleras, al igual que mi madre.

Ese mismo viernes, mi padre apareció por la puerta de nuestro apartamento con una maleta raída y un abrigo de paño.

Ese mismo viernes, mi madre lloró como aquel 4 de julio de 1983.

Ese mismo viernes, la sensación de vacío volvió a recorrer mi espalda, me volví débil, tan débil como me había sentido hasta que llegó ella, tan débil que sentí que podría desvanecerme, que todo mi mundo lo haría, todo desaparecería.

Mi padre se atusó la barba y se inclinó para besar a mi madre, aunque ella giró la cara.

—Son las cuatro de la mañana—consiguió decir ella—. Duerme en el sofá. Mañana te largas.

—¿No me vas a dejar hablar? —dijo él, mientras yo mordía los cordones de mi sudadera—. Vaya, hijo. Eres todo un hombre.

Mi madre acomodó su brazo en mi hombro y me susurró que me fuera a la cama.

Lo hice sin rechistar, aunque una vez en mi cuarto abrí la ventana y salté a las escaleras de emergencia.
Cuando llegué a la ventana de Heleine la vi tumbada en su colchón con un libro de Hemingway sobre el pecho.
Di un golpe en el cristal y se sobresaltó, lo que me hizo sonreír. Frunció el ceño y cuando abrió la ventana se me tiró encima. Literalmente.
A pesar de que me dolía todo mi cuerpo mientras ella me aplacaba sobre el suelo de metal de las escaleras, era reconfortante tenerla tan sumamente cerca.

—Más te vale que sea importante — .susurró en mi oído mientras se incorporaba.

De repente recordé por qué estaba allí y guardé silencio. La sonrisa de Heleine desapareció de su rostro y me abrazó.
Entramos en su habitación, donde me obligó a tumbarme en la cama y a taparme con su edredón mientras iluminábamos el cuarto con una linterna.

—¿Quieres té?—susurró—. Los problemas parecen menos graves con una taza de té entre las manos.

Apenas esbocé una sonrisa.

—Mi padre ha vuelto— solté, mientras me encogía de hombros.

Heleine permaneció en silencio por unos segundos, entrelazando sus manos con las mías, pequeñas descargas recorriendo a través de las palmas de nuestras manos, ascendiendo por mi brazo y llegando hasta la parte de mi cerebro que analiza las sensaciones, esa misma parte que se sentía inútil ahora mismo.

Sabía lo que venía ahora. Tendría que contarle todo la historia, y en parte quería hacerlo.

 —Cuando tenía seis años mi padre se largó de casa—espeté.

—Me lo habías contado, tiene que ser muy duro para ti, Jacob.

—No te lo conté todo— respiré hondo— . Aquella tarde mi madre fue al ultramarinos y me dejó en las escaleras. Cuando llegué al apartamento mi padre...— notaba como el nudo de mi garganta iba creciendo, y creciendo, y quise parar, pero ya era demasiado tarde—Cuando llegué, mi padre estaba metido en la bañera con un bote de pastillas vacío, le salía sangre de los oídos y estaba inconsciente. Así que me quedé allí, parado, como lo he hecho siempre. Cuando mi madre llegó lo llevó al hospital y cuando se recuperó de la sobredosis... Se mudó a Las Vegas con una camarera veinte años menor. Ese fue el peor día de mi vida.

Heleine me abrazó y me besó, mientras yo lloraba.

Secó mis lágrimas sonriendo, y besó mi mejilla.

—Cuando era niña me resultaba imposible comprender lo que suponía una pérdida, hasta que perdí a mi madre. Significa no volver a verla nunca, no escuchar su piano, ni su risa jamás. Olvidarte de su cara al sonreír o cómo te reñía por no abrigarte lo suficiente. Sé que es duro, Jacob, pero tú no has perdido a tu padre. Todos cometemos errores, y tú tienes la oportunidad de escuchar a tu padre y entenderlo. De un modo u otro, eres afortunado.

Algo se rompió en mí. Si yo fuera una figurita de cristal, me habría roto en pedazos y Heleine habría pisoteado cada uno de ellos con zapatos de claqué.
Dejé de sentirme vacío y comencé a pensar que estaba lleno de ira.
Algo no encajaba en mí, sentía que ya no era yo, que ya no estaba allí.

—No entiendes nada—dije casi gritando.
Y salté llorando hacia las escaleras de incendio, bajé hasta el callejón y comencé a correr.

Si huir me hacía un cobarde, quedarme me volvería loco.


EscalerasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora