Capítulo 8

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Descubrimos una librería en una calle paralela a la nuestra, y decidimos pasar allí tanto tiempo como el necesario.
De hecho, nos hicimos amigos del dependiente, Pete. Y de sus peces.

Al lado de la librería había un café que a Heleine le gustaba, así que después de los libros, los dos nos sentábamos en una mesa al lado de la ventana, abríamos páginas al azar y leíamos un fragmento del libro.
Si no nos gustaba, se lo devolvíamos a Pete.

Abrí el libro de Heleine por una página del medio y comencé a leer:

—"Mereces un amor que te quiera despeinada, con todo y las razones que te levantan de prisa, con todo y los miedos que a veces no te dejan dormir. Mereces un amor que te haga sentir segura, que pueda comerse al mundo si camina de tu mano, que sienta que tus abrazos van perfectos con su piel. Mereces un amor que quiera bailar contigo, que visite el paraíso cada vez que mira tus ojos, y que no se aburra nunca de leer tus expresiones. Mereces un amor que te escuche cuando cantas, que te apoye en tus ridículos, que respete que eres libre, que te acompañe en tu vuelo, que no le asuste caer. Mereces un amor que se lleve las mentiras, que te traiga la ilusión, el café y la poesía" —respiré hondo —. Frida Kahlo.

Cerré el libro y miré la taza que sostenía en mis manos, y luego a Heleine.
Estaba seria, y me miraba a los ojos

La miré y me quedé en silencio.

—Me gusta Frida Kahlo —dije, girando mi cara hacia la ventana.

—Te gusta el caos —esta vez la miré a ella y estaba sonriendo.

Asentí.

—Por eso te invito a café y a libros, Heleine. Porque eres caótica.

Me besó y se rió en mis labios.

Pasamos el resto de la tarde hablando de la NBA y ni siquiera entendía de baloncesto. Heleine tampoco. Hablábamos de los colores de los equipos, de las melodías que precedían a los descansos, de las molestas bocinas, del olor a comida basura y de la injusticia que sufrían los jugadores al no poder pasar por una puerta normal con la cabeza alta.
Heleine hizo hincapié en esto último. (Le parecía realmente terrible que un hombre que ganaba millones por encestar un balón se tuviera que agachar cada vez que entraba en un KFC).

Comenzó a llover.
Nos gustaba escoger una gota de agua que caía sobre el cristal y hacer carreras.

—Tus gotas siempre ganan— le dije, siendo consciente de lo estúpido que era hablar de aquello.

—En Wincester llueve trescientos días al año, la práctica lleva a la perfección— lo soltó como si aquello fuera el discurso del presidente en el 4 de julio.

Nos fuimos de la cafetería y llegamos a casa calados. Mamá iba a pasar el fin de semana en casa de la tía Rose.

—Me cambio y vemos una película en tu casa —dijo como si aquello fuera lo más normal del mundo.

—Vale.

Intenté no parecer nervioso, porque no lo estaba.
Histérico era la palabra. Eran las diez. Mamá había dejado una nota en la nevera con indicaciones expresas para ser responsable. En cinco minutos redistribuí la casa unas veinte veces mientras me lavaba los dientes y me cambiaba de ropa. Todo. Al. Mismo. Tiempo.

Sonó el timbre y corrí a abrir la puerta; Heleine estaba al otro lado con un pijama de unas dos tallas más grande.
Sonreí.

—Más te vale que la película sea buena —dijo —. Me he arreglado para la ocasión.

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Cuando me desperté, en el sofá, Heleine seguía dormida sobre mi regazo. Sus manos estaban enredadas en su pelo, se había quedado dormida trenzándolo. Sonreí y la besé en la frente, pero continuó dormida. Despeinada, con la boca abierta y roncando.
Intenté volver a dormir, pero me resultaba imposible. Era mucho más interesante y productivo observarla. Al cabo de un rato se despertó, se deshizo del enredo de su pelo y me besó en los labios.

—Tengo que decirte algo —me susurró, de la manera más seductora posible.

—¿Me huele el aliento? —susurré también, mirándola fijamente.

—Aparte de eso —soltó una carcajada —. Los dos roncamos como cerdos.

—Ah —alcé la vista— . Me halaga usted, señorita Taylor Crawford.

Heleine pasó el resto del día con su padre.
Mamá me encargó unos recados que me mantuvieron ocupado.

Tenía que pasar por un ultramarinos de la calle que olía a comida china. Los cables de los cascos del estúpido Walkman se enredaban en mis dedos cuando abrí la puerta de la tienda.

—Hola, Jacob— dijo la señora Carson al tiempo que sonaba la campanilla de la entrada—. Dime qué necesitas.

—Una botella de agua oxigenada, una bolsa de Maynards, Pringles, pasta de dientes, un paquete de café y filtros, papel de estraza y chocolate, por favor.

La señora Carson lo colocó todo sobre el mostrador de pexiglás y comenzó a escribir una lista en un cuaderno amarillento.

—Mi marido ha cambiado el precio del chocolate y no lo encuentro... —comenzó a decir—. ¿Sabes qué? Llévatelo gratis. Seguro que tienes novia, por la sonrisita que llevas, la tienes y parece perfecta, a las chicas nos gusta que nos regalen chocolate.

Sonreí por cumplir y me despedí de la señora Carson.

Heleine no era perfecta.
Era cascarrabias, testaruda, desconfiada, decía todo lo que se paseaba por su mente, era lógicamente ilógica, le costaba expresar sus sentimientos.
Heleine no era perfecta, Heleine era ella misma.
Y me daba igual que sus medidas no fueran 90 - 60 - 90. Me daba igual que no fuera deportista, que le salieran granos de vez en cuando, que sus brazos tuvieran pecas, que su voz en las cintas de grabación fuera tan chillona. Todo eso era lo que a Heleine la hacía real.

Hiciera lo que hiciese, fuera como fuese, ella estaba fuera de mi Liga. Ella era la chica de mis sueños y yo un simple enclenque que la adoraba. Y era así, y yo estaba lo suficientemente cuerdo como para saber que Heleine no era perfecta y lo suficientemente loco como para perder la cabeza por ella.

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