Capítulo 10

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El lunes cuando llegamos a casa después del instituto, Heleine me invitó a ir a la suya. El señor Taylor me dio un abrazo como de costumbre, y ella cogió mi mano y simplemente me dirigió hasta su dormitorio, donde ambos nos tiramos sobre su alfombra y estuvimos hablando y riendo durante horas.

Era de esperar que demostrarle a Heleine que los finales felices existían era mi nuevo objetivo.

Sin embargo a veces eso me asustaba. Porque sí, quería que Heleine y yo tuviéramos un final feliz, pero sin el final. Me aterraba esa palabra y todo lo que ella cargaba. El hecho de levantarme y salir al rellano sin que Heleine se me tirara encima hasta que me dolieran las pestañas, no verla bajar las escaleras delante de mí con solo una pierna, no escucharla cantar a Madonna a través de las paredes de papel, me llenaba de miedo de tal forma que ni siquiera yo mismo podía explicar.

Esa misma tarde, después de que Heleine estuviera media hora tumbada sobre su moqueta riendo a carcajadas sobre un chiste que ella misma había hecho, salimos a la calle y decidimos ir corriendo hasta Manhattan con nuestras botas desgastadas, porque 1) era otoño y vivíamos en Nueva York 2) Heleine aún no había ido a Central Park 3) Si la razón 1) no era convincente, deberíamos ser gilipollas.

Así que cruzamos por el puente de Brooklyn, y seguimos corriendo por varias calles más, hasta que Heleine se paró en seco en frente del cruce entre la decimoquinta y la veinte, donde sacó su polaroid del bolso e hizo una foto.
Dejamos de correr porque yo iba a necesitar una bombona de oxígeno a ese paso. Encontramos una tienda de música que acababan de abrir donde compramos un aparato que permitía conectar dos pares de cascos a un solo walkman. De ese modo, en lo sucesivo, podría compartir el estúpido walkman con Heleine.
Y así hicimos hasta llegar a Central Park, aunque habláramos al mismo tiempo que escuchábamos a Bob Dylan.
Heleine se tiró al suelo nada más llegar, y así hice yo. Nos enterramos entre las hojas recién caídas de los árboles y perdimos la noción del tiempo.

—Te escribiré notas—dijo Heleine de vuelta a casa, con las luces de la ciudad en el fondo y el vaho del frío saliendo de su boca.

—¿Y las podré leer?—pregunté sin disimular mi sonrisa.

—Claro— hizo una pausa y frunció el ceño—. Pero no sabrás si son mías o no.

—¿Ah, no? ¿Y cómo se supone que vas a hacer eso?

—No te lo pienso decir.

Soltó una carcajada y comenzó a correr.

Hay dos tipos de belleza.
La que te golpea en los carteles publicitarios, en tus canciones favoritas, en unos Levi's nuevos, en la chica más popular del instituto o en el quarterback.
Y luego, está la belleza que nadie suele ver. Como cuando tu madre te dice que estás guapo en Halloween con una sábana blanca cubriéndote hasta los tobillos. O como cuando encuentras algo que dabas por perdido.

Heleine invocaba esa belleza.
Te hacía creer que todo, todas las heridas merecían la pena.
Fue en ese momento, con el estúpido walkman uniéndonos mientras ella corría mucho más rápido que yo, riéndose hasta toser, cuando las puntas de sus dedos rozaban mi cazadora de cuero, me di cuenta de que ya había caído.
No había nada que pudiera remediarlo, estaba profundamente (y eso se quedaba corto) enamorado de Heleine, lo que me asustaba a rabiar.

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Abrí mi libro de literatura mientras el profesor Finch colgaba su americana con coderas de pana en el perchero.

Se sentó sobre su mesa y estuvo en silencio por unos minutos.

—Supongo...—frunció el ceño, como si desechara la idea que se le acababa de ocurrir y negó con la cabeza-. No importa.

Tras otros tres minutos sumidos en un silencio incómodo, el profesor Finch se acercó a la mesa de una chica del fondo y la miró.

—¿Qué intentarías si no tuvieras miedo a nada?—dijo.

La chica se miró los zapatos y luego al profesor.

—No lo sé.

—Respuesta incorrecta— dijo imitando el odioso sonido similar al de cuando alguien falla en la ruleta de la fortuna.

Un chico levantó la mano y Finch se acercó a él, sigilosamente.

—Le diría a mis padres que tengo un tatuaje secreto.

—¿Eso es todo? ¿Temes a tus padres?

Vi cómo Heleine me miraba sonriente, mientras me mostraba una página de su cuaderno:

.

Sonreí para mí, pero para mi desgracia, el profesor Finch me vio, lo que me convirtió en su nuevo objetivo.

—¿Hannes?

Pensé la pregunta. ¿Qué haría si no tuviera miedo a nada? Lo haría todo, lo intentaría todo.
Respiré, miré a Heleine y luego a Finch.

—No hay una respuesta—Finch sonrió—. Quiero decir, si no tuviéramos miedo, seríamos imparables, podríamos hacerlo todo, el tiempo no nos preocuparía, porque seríamos imparables, lo haríamos todo, absolutamente todo.

—No lo creo así— dijo Heleine— El miedo que tenemos es debido a sus consecuencias, si yo tuviera miedo a las arañas, sería a su picadura, luego si no lo tuviera, seguiría existiendo la posibilidad de que muriera por que una tarántula me picó.

—Es interesante, señorita Taylor, pero, sinceramente, ¿no cree que Hannes tiene razón al decir que seríamos imparables? ¿No cree usted que el miedo nos paraliza?

Heleine miró sus zapatillas y luego al profesor.

—Somos imparables. El miedo, al fin y al cabo, no existe. Quiero decir, si el miedo nos frenara cada vez que queremos conseguir un objetivo, seríamos mediocres y miserables. Sin embargo no creo que podamos hacerlo todo, podremos acumular nuestra vida de experiencias, pero nunca haremos todo, ni de broma.

Miré los cordones de mis converse y me fijé en que Heleine tenía razón. Jamás cumpliría todos mis sueños, ni conseguiría todas mis metas, sin embargo eso no me alejaría de la felicidad. Ahora mismo, en ese momento, con la voz de Finch hablando de Whitman de fondo, con las risas de mis compañeros y la preciosa sonrisa de Heleine clavada en mí, era feliz, estaba completo, y aún no había cumplido ni un puñetero sueño, ni una sola experiencia que marcara un antes y un después en mi vida.

Excepto ella.


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