Mi padre me ocasionó una terrible herida. Incluso ahora no logro descifrar su profundidad. Cuando hablaba usaba unos gestos tan distantes y rígidos que lo hacían lucir como algo abstracto. Jamás pude entenderlo. Se dirigía a mí con altivez cuando llegaba de las jornadas de trabajo mientras dejaba su sombrero y su abrigo azul obscuro bajo la luz intermitente de la entrada. Fueron muy pocas las veces que me atreví a mirarlo. Para mí, él era una sombra adusta que recorría el mundo como algo inhóspito, frío y yermo, protegido por el humo de su tabaco. Por las mañanas se sentaba en el comedor, se abanicaba con el periódico diario mientras yo ponía toda mi atención en las lilas y rosas del jardín familiar. De vez en cuando cortaba una flor y la dejaba junto a su plato. Solo eso me agradecía.
A la hora de comer, mi padre no hacía sonar los cubiertos y, con el mismo cuidado, tampoco se oían sus zapatos cuando se levantaba de la mesa y caminaba hasta su estudio para conversar con amigos y tomar vino malvasía. Yo nunca supe reconocer el sentido de sus conversaciones y cuando me asomaba por la puerta del estudio todos callaban. Por otro lado, mi madre compartía charlas ruidosas con las mujeres del barrio. Eran mujeres cuyas facciones no podré describir porque con dificultad recuerdo rostros sin la fuerza magnética de la belleza. Mientras mi padre sostenía conversaciones en un tono mesurado; las de mi madre estaban repletas de estruendosas risas, juegos de mesa, cigarros y frutta martorana de regalo.
Por lo general, yo encontraba llena de caramelos de canela la bombonera de la sala de estar del segundo piso, cuando las visitas de esas mujeres eran más frecuentes. Corría por el pasillo, golpeaba la mesa con una de mis piernas y escuchaba cómo los caramelos chocaban entre sí. Lo hacía por simple placer.
En ocasiones, los sonidos en la casa variaban según las visitas que recibíamos. Cuando venían los agricultores de las campañas o los enviados de la ballarò, en la cocina se oían los pesados costales de cereales, frutas o legumbres. Disfrutaba descansar durante esos días bajo el sol y sumergir los dedos en botellas con aceitunas en conserva.
Mi familia no era de un estatus social alto, pero eso no me impidió recibir clases de pintura dada mi ferviente pasión por el arte y la historia. Como la academia quedaba lejos de mi hogar, empecé a vivir en una pensión lúgubre cerca de la plaza Julio César, donde yo tan solo era un simple estudiante. Si tenía algún atraso en el pago, el dueño encerraba mi nombre en un círculo rojo en la pizarra sobre el mostrador.
La pensión era una residencia de paso donde se pagaba cada día. Yo contaba con buen aspecto, no era un holgazán ni lucía como un vago. El viejo entendió mi situación y mi cobro se hacía mensual. De todas formas, siempre tenía apuros económicos.
Cada mes, mi padre me daba una asignación fija y, sin saber cómo, esta volaba de mis manos. En menos de una semana no tenía nada. Aun así, me dio para escribir algunos textos; también pude comprar papel, tinta y queso, y mucho más importante, tabaco.
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Marcello, 1920
Historical FictionMemorias de un pintor. Ficción histórica. Se divide en dos cuadernos. Marcello, 1920 es un viaje oscuro a través del miedo, el placer y el sufrimiento. A causa del fascismo de los años veinte en Italia, la ambición de una organización y los deseos...