Los gritos y la desesperación, que volvían todos los días y noches, se reflejaban en mi pintura. Cada meticulosa repartición de color sobre el lienzo era una burla hacia mí mismo. Me pregunté qué razones poseía para continuar y no encontré ninguna. No me preocupaba mi bienestar ni mi prosperidad.
Mis pinturas no eran nada del otro mundo, salvo trazos fuertes y espantosos autorretratos que asustarían a cualquiera.
Los días pasaban y nada me acompañaba, salvo mi debilidad y mi estupidez. Después del cumpleaños de Andrea, volví a concentrarme en mis pinturas y en mis escritos. Mientras pintaba cerca a la ventana de mi departamento, vi todo tipo de injusticias del día a día. Supe, a partir de entonces, la desalmada realidad de no poseer esperanza ni allí ni en otro país. La esperanza, para mí, se mantiene de engaños. Y yo, tal como otros, me engañé a mí mismo para preservarla. Guardé en mis pantalones pequeños papeles donde escribí mis sueños e invertí mi dinero en el lugar incorrecto. Creía con fidelidad en ese milagro al cruzar la calle, pero me equivoqué una vez más. Muchas veces más. Nunca sabremos la forma real de las situaciones, ni siquiera si removemos el polvo sobre ellas.
Pasados diez días desde la fiesta, encontré mi departamento revuelto. La luz se había fundido. Cuando intenté prenderla, no respondió. En la entrada hacía frío, temí por mi vida sin saber, siquiera, qué había pasado. Me sentí frente a las puertas de un infierno gélido y, en ese momento, huir era lo más razonable. Sin embargo, me quedé allí. Al final, entré y cerré la puerta.
Una de las luces del escritorio se encendió y vi, sentado donde yo había estado pintando horas atrás, al hombre desértico, el amigo de mi padre, que fumaba su tan acostumbrado toscana. Le acompañaban dos hombres más, sentados en mis sillones baratos de color crema. Descarté la teoría de que venían a entregarme algún paquete porque al mirarle las manos de forma instintiva, no vi ninguno.
El hombre me miró con indiferencia. Se levantó y caminó hasta mí. Volví a ver esa su sucia sonrisa asomarse. Me tomó del mentón y alzó mi rostro hacia la luz. Por un momento, vi las condiciones de mi departamento. Todas mis pinturas estaban destruidas, rasgadas, los marcos habían sido arrancados a la fuerza; incluso las planchas de la mañana eran un estrujo de tela espesa. Cada óleo había sido exprimido. Temí lo peor.
El miedo me comía vivo y el hombre ensanchó su sonrisa. Su mirada fría me recorrió. No fue amable en ningún momento. Las comisuras de sus labios se engrandecieron y dibujaron una mueca grotesca.
El golpe que me profirió fue tajante y seco, sostuve mi peso al echar hacia atrás una de mis piernas. Arrojó su cigarro y me miró a contraluz. Volvió a mí con furia, me tomó del cabello y me impactó contra el escritorio. Clavó mi rostro en los bocetos. Me golpeó en mi oído derecho. Mi cabeza no dejaba de rebotar. Cada golpe fue sordo. No oí su voz, ni una sola palabra, ni un ruido. Un lánguido frío me recorrió la espalda, quise llorar. Cuando terminó de golpearme me volví para verle y vi su horripilante sonrisa. Una vez más no comprendía a las personas, ni su trato ni su desprecio.
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Marcello, 1920
Historical FictionMemorias de un pintor. Ficción histórica. Se divide en dos cuadernos. Marcello, 1920 es un viaje oscuro a través del miedo, el placer y el sufrimiento. A causa del fascismo de los años veinte en Italia, la ambición de una organización y los deseos...