Primer cuaderno, segunda parte

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Cuando esos hombres se fueron, el estudio se transformó en una pintura al óleo hecha de trazos de profundo odio

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Cuando esos hombres se fueron, el estudio se transformó en una pintura al óleo hecha de trazos de profundo odio. Respiré. Pensé en el mar, en la humedad, en el ardiente sol, en las veces que me perdía en los mercados y la multitud de Palermo, en el ambiente de cítrico aroma, en la confitería Maccis y en mi tío.

Cerré los ojos porque quise permanecer ahí y no en la soledad, ni en el vacío inminente de esos hombres. Tras mis ojos vi un palmeral, vi naranjales y sentí el clima cálido que se avivaba aun en el frío. Pero al abrir los ojos todo se esfumó, ante mí se erigía la imagen de mi padre mientras dejaba su cigarro junto al escritorio. Limpió su regazo y me miró como si no importara nada. Me senté en el borde del escritorio con las manos aferradas a la madera. No quise decir nada. No importaba. Me encontraba alterado y, para calmarme, me dije a mí mismo lo cruel que es la belleza y la manera en que deja una estela extraña en los hombres.

Ahora, sentado en esta máquina, descubro que la belleza dejó de tocarme. Después de eso, mi único deseo fue la muerte.

Mi padre me evitó como si no existiera. Entre sus múltiples rasgos, su aura de aparente sabiduría era lo que más destacaba. Pero, en realidad, se trataba de indiferencia, de un deje ante el mundo, un mecanismo de protección y un símbolo de deber.

La iluminación del estudio era escasa, tan solo se entreveía una luz rojiza que recortaba su rostro satisfecho. Me miró entre cada calada a su cigarro y luego miró la puerta.

Pasaron varios minutos en silencio.

—Un hombre, a veces, hace cosas crueles para proveer a su familia de un futuro mejor.

Habló con fatiga, me miró a los ojos y me heló el alma. Aunque tuve el valor para luchar contra eso; el ímpetu, el terrible veneno de sus palabras fue implacable, permanecí anestesiado. Frente a mi padre no podía hablar. Mi voz dejaba de habitar en mi pecho.

—Funcionará como ellos han dicho —continuó—; al principio será difícil, pero ahora puedo confiar en tu capacidad de hacer reales los deseos que habitan en mi corazón. Tus hermanos son hombres reconocidos en el negocio familiar, sería imposible que no levantarán sospecha. A ti, por otra parte, no te conocen lo suficiente. Toda vergüenza que puedas sentir deberás limitarla. Es una decisión que ya fue tomada y no son personas con las que sea fácil poner reclamos u objeciones. Has estado alejado de la crisis de la capital, pero has sido instruido en historia y arte. Conoces a la perfección la situación de tu hogar, Marcello. Somos una familia con sentido del deber, ese es nuestro máximo pilar. Sin nuestra profunda comprensión de la sociedad, perecemos. El deseo de todos es acabar con la corrupción para traer de regreso valores y tradiciones que son necesarias y justifican...

—¿Es mi obligación resucitar una ciudad? —le interrumpí—. ¿Cargar con personas a las cuáles ni siquiera sé cómo brindarles la justicia que creen necesaria?

—No seas infantil, Marcello —respondió—. Un verdadero hombre hace lo que debe hacer. La justicia es un asunto demasiado relativo y en algunos casos irrelevante. Levantamos nuestras fuerzas hacia el lado de la moneda en donde habita el poder. Los ideales de Mussolini son un hecho innegable y la reforma social que busca imponer recupera valores del patriotismo. Estoy harto de extranjeros, de corrupción, de vivir entre los placeres de hombres que se alzan con aires amistosos.

Marcello, 1920Donde viven las historias. Descúbrelo ahora