Memorias de un pintor. Ficción histórica. Se divide en dos cuadernos.
Marcello, 1920 es un viaje oscuro a través del miedo, el placer y el sufrimiento. A causa del fascismo de los años veinte en Italia, la ambición de una organización y los deseos...
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Querido Marcello,
Nos complace saber de tu matrimonio. Nos sentimos contentos al verte encontrar la manera de resolver todo problema y de estar atento a todas las oportunidades. Lamentamos tu reciente pérdida pero estamos seguros de que a pesar de ello tu corazón está con nuestra amada patria.
Andrea tuvo que partir pero en todo momento se halló contento de tu decisión. Pidió que no perdiéramos la confianza en ti. Sienna es una mujer que te dará infinitas posibilidades y la estabilidad adecuada. Sabemos lo astuto que eres, pero no está demás decir cuánto cuidado debes tener. Ella es la sombra fidedigna de su padre.
Te estaremos vigilando. Sin Andrea, estás solo. No es prudente que nos escribas y no intentes responder esta carta.
Por favor, quémala una vez la leas.
D.
Frente a la calle, a la entrada del edificio donde vivía con Deodata, el dueño me entregó un paquete. Dentro del paquete estaba esta carta escrita a mano por Deodata y una imagen ilustrada de su hija como regalo. Detrás de la ilustración, en letra de la joven: "Siempre deseé ser tu esposa. Pero alguien más vio lo maravilloso que eres". Fumé y con el fuego quemé la carta en el callejón entre despojos. "Esa mujer lloró y se fue como si su esposo se hubiera muerto", había dicho el dueño del edificio.
Entre las cosas que pude preservar conmigo, había un cuadernillo con hojas de papel cosidas a mano en donde Deodata escribió poesía. En los bordes del papel figuraba mi nombre, tachado y remarcado varias veces, y garabatos parecidos a mis ojos. Pude preservar también una colección de postales e ilustraciones, recortes de periódico y de cereales que pertenecían a la hija de Deodata. El remordimiento de no haber podido despedirme de ninguna fue doloroso. Fue un sentimiento dañino. Quise despedirme de Flaviana; pero mi única despedida fue besarla una noche, mientras mis manos se escurrían por debajo de su falda.
No estaba seguro de hallarme solo. En teoría así me sentía pero el sentimiento de ser perseguido me acosaba. No podía quitármelo de encima. Recuperé la necesidad de querer pintar y reproduje toda flor del jardín de los Venturelli. Sienna se sentaba en mi estudio y leía hasta quedarse dormida, entre las telas y las almohadillas, entre los maniquíes y los bastidores. El sentimiento más corrosivo y demoledor se acercaba a mí: la soledad. Pero yo no le permitía alcanzarme. Algo evolutivo, algo insidioso y profundo venía contra mí. Una jauría corría a mi encuentro y, en algún momento, la soledad se transformaría en horror. La pacífica calma me sofocaría y yo gritaría hasta morir. Y así pinté, pinté monstruos y borrones oscuros, muslos que apretaban el universo y ojos rojos desvaneciéndose.
Sentía en la punta de mis dedos los nervios, el temblor y la carta escrita por Deodata. A lo lejos Sienna reposaba, leía o dormía mientras exhibía sus uñas pintadas de rojo y el anillo de nuestro compromiso; así día tras día, muerte tras muerte. Cuando me hallaba solitario en el estudio, lloraba y maldecía; para calmar el dolor e inducirme en un estado meditabundo y ausente, me enterraba con cuidado agujas en la yema de los dedos.