Primer cuaderno, decimoctava parte

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Mis padres fueron asesinados por una Thompson o como el hombre la llamó después de disparar The Chicago Style. El arma en sus manos lució como un árbol sin hojas y de raíces profundas, similares a la forma de una mano extendida. No pude dejar de verlo todo. Estaba ansioso. Necesitado de la verdad. Pero no había ninguna.

Los hombres le dieron la espalda a los cuerpos sin vida de mis padres. La sangre se derramaba por el suelo y se aferraba a él como si no se dignara a desaparecer. Para mí, la sangre fue de color blanco y brillante, no roja. Lució como la sal marina. Volví a ser un niño, recordé las canicas y los pantalones cortos que mi madre limpiaba antes de ponerme.

Inaudito. No pienses en eso cuando la muerte te mira de frente. No seas ese hombre patético, me habló Salvatore. Deseaste esto. La muerte te prueba. Renace en ella, Marcello.

Me olvidé de Venturelli. Los asesinos llevaron los cadáveres hasta el jardín trasero y enterraron los cuerpos con arena y roca. Uno de ellos bañó la carne y la maleza de gasolina, luego prendió fuego a todo.

Siempre viví ausente de paz por la recurrente idea de unir mis secretos a los que tenían los demás. Ni siquiera la oscuridad era tan solitaria como pensé. Una pátina de sudor me humedeció el rostro. Abrí los labios con la intención de pedir misericordia, pero mi voz nunca llegó. El fuego se acercó a los cuerpos de mis padres y la llamarada ascendió hasta el cielo. Venturelli me detuvo de hacer cualquier cosa y dijo con suavidad en uno de mis oídos: "La morte non può essere fermato".

¿Cómo podía dejarlos ir? ¿Qué rostro le enseñaba a la muerte ese día? Es verdad, la muerte siempre me ha contemplado. Ha estado allí, la he oído y la he palpado. He visto su pálido reflejo en la mañana, la vi sentarse junto a mí mientras los árboles se deshojaban. Pero no fue lo mismo esa vez. No fue la misma muerte. Ahora esta llevaba el rostro de mis padres.

Mi madre una vez me contó sobre un escueto árbol en la parte trasera de la casa de sus padres. Allí, se había mecido en un columpio de no más de veinte centímetros de altura. Se trataba de un peral. Su padre lo había sembrado y ella disfrutaba de comer las peras. Aunque cambiaba el cuento cuando le preguntaba, agregaba o quitaba cosas, algo en todas las versiones se mantuvo: la magnífica vista que desde lo alto del peral se podía ver. Los techos de todas las viviendas, pegadas unas a otras, los despojos de la lluvia y los gatos perdidos del barrio. En la noche, decía ella, se veían los murciélagos sobrevolar. En ocasiones, mientras decoraba un pastel o bordaba sobre una silla mecedora, ella me contaba sobre el peral y los ojos siempre se le iluminaban.

Si hay algo que no podré entender jamás es la fuerza de la niñez. Posee innegable ímpetu, arraigo, no es fácil deshacerse de ello. Pero para mí nunca ha sido así. He olvidado la mayoría de cosas y si alguien me preguntara ahora un recuerdo feliz, admitiría no tener ninguno. Eso ocurre con mi memoria, no recoge nada, no se acuerda de nada. Ahora entiendo por qué mi madre nunca tuvo un gesto cariñoso conmigo y si lo tuvo no lo recuerdo. Ella aún observaba la vida desde el inmenso peral de ramas robustas y hojas planas. Yo no recojo la lluvia cual tejado, no hay vista en mí, no hay recuerdos ni sombras claras. Al verla morir entendí lo terrible que debió ser para ella parir un hombre como yo.

Marcello, 1920Donde viven las historias. Descúbrelo ahora