Primer cuaderno, sexta parte

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Crecí bajo la influencia de las fértiles culturas romana y griega

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Crecí bajo la influencia de las fértiles culturas romana y griega. Cada influencia, cada pieza de arquitectura, danza y música son la tradición que respira a través de mí. La violencia, llegué a pensar, estaba presente hasta en cada alimento. Cada acto violento se tradujo en mi país en una fragancia distinta. Cada soneto popular y romántico, en sonido propio o extranjero, se convirtió en una raíz de Nápoles. Y fueron las características francesas, árabes y de tribus germánicas, lo imitable en mi forma ecléctica de amar y vivir.

La violencia me deja mudo, me excita como una mano desnuda masturbando mi alma.

Pasé horas en uno de los jardines de la casa de Andrea con el estómago hacia el sol, mientras él escribía en un trozo de papel con un plumón viejo que usaba como solo había visto hacerlo a mi abuelo hace años. Él solía dibujar soldados salvajes con dagas y lanzas, escoltados por aves negras. Allí, en el jardín, Andrea y yo habitamos un rincón de nuestra existencia donde la soledad se parecía a docenas de puñales, a emblemas y a panfletos de colores. Preferíamos hablar de esa forma. En un espacio donde ni siquiera nuestras crueles decisiones nos afectaban.

Nos servían en el jardín con cubiertos de plata, claveles en la mesa y una jarra de agua fría. Andrea abría, casi siempre en el jardín, una pequeña cajita repleta de varias imágenes ilustradas y dibujos suyos mientras fumaba. Luego, con sus manos sucias de tinta, manchaba el papel. Para mí eso significó alegría o por lo menos cometí la equivocación de pensar así. El señor Venturelli siempre salía durante todo el día y no volvía a la casa hasta la madrugada. Por otro lado, la señora Giovanna prefería salir por la tarde con sus amigas más cercanas. La pronta llegada de su hermana, le producía dolor a Andrea. No logré percibir en sus ojos el cariño hacía su propia hermana. En algún lugar secreto de sí mismo, él gritaba lleno de odio.

En la casa de Andrea, servían un molde de pasta lleno de queso y siempre olía maravilloso. Algunas veces, el borde del molde era muy dulce pero en otras ocasiones era salado, todo dependía de cómo lo deseara Andrea. Como la casa permanecía sola la mayoría de tiempo, Andrea y yo nos quedábamos acostados en la sala entre un pilar de libros y ceniceros, veíamos el día pasar mientras el molde llegaba a su fin. Andrea dormía casi todo el día, no se preocupaba por nada en particular. Me pregunté por qué aseguró necesitarme durante ese tiempo, pero llegué con prontitud a una conclusión: la llegada de su hermana. Quizá había razones ocultas detrás de todo. Quizá él solo necesitó a alguien de su lado.

Durante esos días, avanzamos lo suficiente en ensayos y relatos. Justo ahora comprendo que tal vez no eran tan vacíos e irrelevantes como los creí. Junto a Andrea, casi siempre era tímido y me sentía cohibido con facilidad. Preferí no desear demasiadas cosas porque, junto al descubrimiento de mi apego, me mostraba ante él esbozando una mueca muda de deseo y soledad. 

Cuando me miraba, yo veía en sus ojos la consciencia de saberse incompleto, de albergar deseos impuros; era una mancha enorme. Podía quedar con facilidad en evidencia con tan solo mover una mano, y de hacerlo, yo no sentiría culpa alguna por cada figura que llegase a desplomarse en el suelo. Andrea me veía como al sicópata perfecto, esa era la magia de nuestra singular relación. 

Marcello, 1920Donde viven las historias. Descúbrelo ahora