Segundo cuaderno, primera parte

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1927

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1927

Hay maneras de fingir que se respira con calma en un mundo tan aterrador como este. Pero, la verdadera desesperación te acompaña cuando lo que quieres es desaparecer. Se puede fingir tranquilidad, es relativamente sencillo pero para desaparecer se tiene que deshacer todo lo que se hizo, tienes que arrancarte el dolor, y cuanto más te lo arrancas, más rápido empieza a crecer una presencia amorfa entre el cuerpo y el espíritu, un vacío tóxico. Un día te despiertas y te das cuenta de que todo a lo que le temías es real. Y el dolor del mundo te alcanza, te quita el sueño. Te das cuenta de que todos te han abandonado y tú optas por olvidarlos. Los reencuentros me enseñaron una sola cosa: todo estará bien mientras huyas.

Fui testigo de los cambios radicales en todos aquellos que una vez dijeron amarme. El día que fui testigo de ellos, me pregunté cuándo iba a ser mi momento de cambiar, cuándo iba a ser diferente e irreversible. Eso añoraba. Para cuando empecé a preguntármelo, lo deseé con locura. Era la única forma de destruirme, y no busqué nada más que eso el día que entendí que no podía dar marcha atrás.

Después de que Sienna y yo nos casáramos, la mañana se abrió paso carente de toda calidez, la típica calidez que pueden tener los recién casados. Ni siquiera nos acariciamos en la noche pese a ser marido y mujer. El hecho de habernos unido en santo matrimonio no nos daba más intimidad. De hecho, nos sumió en un silencio profundo aunque cómodo. Dormimos en una cama improvisada, en la casa de sus padres, en la misma habitación en la que años atrás escuché los más espantosos ruidos al amanecer y padecí las peores pesadillas. El cuerpo de Sienna a mi lado dibujó varias huellas sobre las sábanas y, esa noche, lo único que hice fue dedicarme acariciarlas con los dedos. No podía hacer frente al insomnio pero cada noche batallaba contra las voces de la oscuridad. Contra la voz de Andrea.

No le enseñé a nadie la nota que el señor Venturelli había colocado con cuidado bajo mi plato. No le conté a nadie que después de haberle sonreído con sinceridad, quise salir corriendo. Me dije a mí mismo que estaba arrepentido de haber abandonado el deseo de seguir viviendo en cuanto ese papel llegó a mí. Me sentí mal, en ese preciso momento, por haber dejado atrás la única cosa que era plenamente real, el dolor más allá del bien o del mal, la única experiencia que podía pertenecerme.

Marcello, 1920Donde viven las historias. Descúbrelo ahora