Primer cuaderno, decimosexta parte

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  Fue un error haberme sincerado

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Fue un error haberme sincerado. Hablé furioso. La mirada del señor Venturelli permaneció indiferente pero una cálida sonrisa se asomaba de sus labios. Eso fue todo. No mostró la más mínima debilidad. Debo confesar que no veneré su rostro, ni sus razones, ni la docena de puñales en su boca. Amaba la idea de su muerte. Permanecía inmóvil y sediento, a la espera de ese momento. Aguardaba por su agonía, por la sensación de perderlo. Anhelaba, con un sentimiento primitivo, verlo convulsionar en el suelo.

Pasaron dos días desde mi encuentro con Venturelli. Deodata llamó a la puerta de mi habitación y dejó una bandeja de comida en el borde de mi cama, me miró como si luchara por decirme algo. Había muerte en sus ojos y en sus labios. Claveles y rosas. Luego se retiró y la oí hablar con Andrea. Hablaban con susurros trabajosos como notas inconstantes que morían cuando estaba cerca de comprenderlas. Durante la noche, parecían fantasmas que andaban por todo el departamento, prendían y apagaban las luces hasta la madrugada. Tras la puerta de mi habita- ción, yo sentía andar mis más espeluznantes miedos. Por eso no me atreví a abrirla ni a salir. No había necesidad. Mis miedos siempre me sabían encontrar. Pero una noche lo hice.

—¿Eres tú, Marcello?

Todo el departamento se sumergía en silencio y sombras. Estaba repleto de cajas, muebles rotos y vasijas sucias. Estaba desamparado, nadie parecía vivir allí. Caminé por el pasillo e intenté dar con Deodata. Ella estaba sentada junto a Andrea en la pequeña sala. Percibí el aroma de la leche hirviendo en la cocina y el cigarrillo de Andrea que reposaba en su vientre. De nuevo, Andrea estaba mojado de pies a cabeza. Pero esta vez permanecía callado. Estaba ausente, nada le cruzaba por la cabeza. Fumaba en silencio con movimientos pausados, como si intentara no dejar huellas. Cuando me senté frente a él, no me determinó en lo absoluto. Por otro lado, Deodata se acercó a mí, se arrodilló y, en un intento por vencer el silencio y la evasión de las últimas noches, habló. Pero frenó sus palabras e hizo un extraño gesto al descubrir que me había empezado a crecer barba de nuevo.

—Debemos decirte algo, Marcello —murmuró—. No hemos querido hacerlo por miedo a que nuestras palabras sean una mentira. Aún no hemos comprobado la veracidad de los hechos.

Yo solo miraba a Andrea. No pude entender las palabras de Deodata. Pensé: ¿qué pasa por tu mente, Andrea? Estás allí, escucho tus murmullos. Cuento los días, en los que estás o no, Andrea, y deseo verte marchar. ¿Qué sentido tiene todo esto si me ves siempre bajo un halo de absurda inocencia? ¿Cuántas veces me silbarás como si fuera un perro?

Deodata volteó a ver a Andrea en búsqueda de ayuda. Traían consigo una verdad diabólica. 

Me encogí en el asiento y la tosca mano de Deodata acunó mi mejilla. Yo estaba concentrado en Andrea, esperaba que emergiera de su boca la desgarradora verdad. Cuando intenté ponerme de pie, Deodata me detuvo. Imaginé las costas. Vi un hogar sepultado por el fuego y la cabellera de Isabella; sentí, de manera brutal, nostalgia por todas las mujeres que se habían acostado conmigo, la humedad de sus cuerpos y el aroma de sus bocas. Un frío glacial lo cubrió todo. Una bestia de pelaje negro volvió a susurrarme al oído. Yo ya había pasado por esto. Volví a sentarme frente a Deodata y la vi posar sus manos en mi rostro. Tuve ganas de reír pero no pude hacerlo. Ella lo notó y buscó tras de sí, de nuevo, a Andrea. Me ofreció un cigarrillo y fuego. Inhalé profundo y el humo del cigarro nos cubrió a los dos.

Marcello, 1920Donde viven las historias. Descúbrelo ahora