SEGUNDA PARTE - Capítulo primero

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La llevaron hasta su última morada en el atestado cementerio, donde las lápidas imploraban vida.

La misa había sido solitaria, como su misma existencia. Sus hermanos de Brooklyn. El comerciante de la esquina que le fiaba. Al ver cómo la bajaban y la metían en la oscuridad de un mundo sin ventanas, Damien Karras lloró con una pena que, durante largo tiempo, había dejado de lado.

-Vamos, Dimmy, Dimmy...

Un tío suyo le pasó el brazo alrededor del hombro.

-No importa, ahora está en el cielo, Dimmy. Es feliz.

"¡Oh, Dios, que sea así! ¡Ah, Dios! ¡Por favor! ¡Oh, Dios, que sea así!"

Esperaron en el coche mientras él permanecía un rato junto a la tumba.

No podía soportar la idea de que se quedaría sola.

En el camino hacia la 'Estación Pennsylvania', oyó a sus tíos hablar de sus enfermedades con claro acento extranjero.

-...enfisema... tengo que dejar de fumar... ¿sabes que el año pasado por poco me muero?

Espasmos de rabia amenazaban con brotar de sus labios, y, avergonzado, trató de combatirlos.

Miró por la ventanilla: pasaban por la Casa de Beneficencia, donde, los sábados por la mañana, al final del invierno, recogía ella la leche y las bolsas de patatas mientras él se quedaba en la cama; el Zoológico de Central Park, donde lo dejaba ella en verano para ir a mendigar ante la fuente de la Plaza. Al pasar por el hotel, Karras estalló en llanto; pero logró sofocar los recuerdos, secando la humedad de sus punzantes remordimientos. Se preguntaba por qué el amor había esperado tanto, por qué había aguardado hasta el momento en que los límites del contacto y la renuncia humana se habían reducido al tamaño de aquel recordatorio que llevaba en la billetera: "In Memoriam"...

Tuvo conciencia de ello. Esa pena era vieja.

Llegó a Georgetown a tiempo para cenar, pero no tenía apetito. Se paseó nervioso por la casa. Sus amigos jesuitas fueron a darle el pésame. Se quedaron un ratito. Prometieron plegarias.

Poco después de las diez, Joe Dyer apareció con una botella de whisky. La mostró orgulloso.

-¡'Chivas Regal'!

-¿De dónde has sacado el dinero? ¿Del cepillo de los pobres?

-No seas tonto; eso sería quebrantar mi voto de pobreza.

-¿De dónde lo has sacado, pues?

-Lo he robado.

Karras sonrió y movió la cabeza en un ademán de apercibimiento amistoso, mientras traía un vaso y un jarrito de peltre para el café.

Los fregó en el diminuto lavabo del baño y dijo:

-Te creo.

-Nunca he visto una fe más profunda.

Karras sintió el aguijonazo de un dolor conocido, pero logró liberarse de él y volvió junto a Dyer, que, sentado en el catre, desprecintaba la botella. Se sentó a su lado.

-¿Quieres absolverme ahora o más tarde?

-Ahora sirve -dijo Karras-; ya nos daremos luego mutuamente la absolución.

Dyer vertió generosamente whisky en el vaso y el jarrito.

-Los rectores de universidades no deberían beber -murmuró-. Es un mal ejemplo.

Karras bebió, pensativo. Conocía perfectamente la manera de ser del rector. Como hombre de tacto y sensibilidad, siempre actuaba por medios indirectos. Sabía que Dyer había venido como amigo, pero también como emisario personal del rector. De modo que cuando hizo un comentario, de pasada, sobre la posible necesidad de 'un descanso', el psiquíatra lo tomó como un buen augurio y sintió un alivio momentáneo.

El Exorcista - William BlattyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora