SEGUNDA PARTE - Capítulo quinto

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En la tibia y verde depresión del "campus", Damien Karras corría por una pista ovalada de greda, vistiendo pantalones cortos color caqui y una camisa de algodón, empapada en sudor, que se adhería a su cuerpo. Frente a él, sobre un montículo, la cúpula, color blanco calizo, del observatorio, latía al ritmo de su paso.

Detrás de él, la Facultad de Medicina se desvanecía en medio del polvillo que levantaba en su carrera.

Desde que lo habían relevado de sus funciones, venía allí diariamente. Recorría kilómetros dando vueltas y vueltas, en persecución del sueño. Casi lo había conseguido; casi había mitigado el zarpazo del dolor que le marcara el corazón como un profundo tatuaje.

Ahora le dolía menos.

"Veinte vueltas"...

Mucho menos...

"¡Más! ¡Dos más!"

Mucho menos...

Sintiendo como pinchazos en los fuertes músculos de sus piernas, que se balanceaban con gracia felina, Karras, al doblar una curva, notó que había alguien sentado en el banco donde dejara su toalla, el jersey y los pantalones: un hombre de mediana edad, con un abrigo poco elegante y deformado sombrero de fieltro. Parecía estar mirándolo a él. ¿Lo estaba? Sí... su cabeza se movió al pasar Karras.

Al entrar en la vuelta final aceleró, y sus fuertes pisadas hicieron vibrar la tierra; luego disminuyó la velocidad hasta pasar, jadeante, frente al banco, sin mirar siquiera, con ambas manos apretadas contra los estremecidos muslos. Sus desarrollados músculos torácicos y trapecios se elevaban, le estiraban la camisa y le deformaban la palabra "Filósofos", impresa en la parte delantera con letras que, en su día, fueron negras, pero que, a fuerza de lavados, se veían ahora grisáceas.

El hombre, embutido en su abrigo, se puso de pie y se acercó a él.

-¿El padre Karras? -dijo el teniente Kinderman.

El sacerdote se volvió, lo saludó con un leve movimiento de cabeza y entornó los ojos para protegerlos del sol, mientras esperaba que Kinderman, a quien le hizo un gesto para que lo siguiera, llegara a su altura.

-¿No le molesta? Si no, voy a quedar entumecido -jadeó.

-En absoluto -dijo el detective, asintiendo sin entusiasmo, al tiempo que se metía las manos en los bolsillos. La caminata desde el punto de aparcamiento lo había cansado.

-¿Nos conocemos? -preguntó el jesuita.

-No, padre. Pero me han dicho que usted parecía un boxeador; unos curas en la residencia, no me acuerdo quiénes.

-Sacó su billetera. -Me olvido fácilmente de los nombres.

-¿Cuál es el suyo?

-William Kinderman, padre. -Le mostró su tarjeta de identificación-. Homicidios.

-¡No me diga! -Karras observó la insignia y la credencial, con radiante e infantil interés. En su rojo y sudoroso semblante se reflejaba la inocencia, al mirar al vacilante detective-. ¿De qué se trata?

-¿Sabe una cosa, padre? -respondió Kinderman, mientras examinaba las toscas facciones del jesuita-. Tenían razón: parece usted un boxeador. Perdone, pero esa cicatriz que tiene junto a la ceja -señaló -se parece a la de Brando en "La ley del silencio"; es lo mismo que la de Marlon Brando. Le pusieron una cicatriz -ilustró estirándose la comisura del ojo-que, al mantenerle el párpado un poco cerrado, sólo un poquito, le daba un aspecto soñador, triste. Así es usted. Es usted Brando. ¿No se lo dice la gente, padre?

-No.

-¿No ha boxeado nunca?

-Sólo un poco.

El Exorcista - William BlattyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora