Séptimo día.

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Cerraba los ojos e intentaba contener la respiración, pero no servía de nada.
Me levanté de forma brusca del sofá y me dirigí a la cocina, para distraerme. Abrí todos los cajones y los inspeccioné, sin buscar nada.
Había una cubertería preciosa, y la toqué. Y cómo ardía aquella cubertería, parecía haber metido todo el brazo en una chimenea. El brazo temblaba, ardía, y tenía la sensación de que de un momento a otro iba a desprenderse de mi hombro. Pero no, aquel dolor no cesaba, era incluso más insoportable que el de la garganta, que empezaba a picarme por la sed.

En ese momento tenía muchas cosas en mente, la sed, el dolor, los latidos, el olor. Tenía que salir de allí si no quería ser una asesina de nuevo.

Y así hice, salí de aquella casa, pero dudo que fuese la mejor elección. Fuera, un sol radiante penetraba mi piel, haciéndola blanquecina, traslúcida, haciéndome desaparecer. Y entré de nuevo en la pequeña casa de madera.

Dentro me esperaba un anciano, alto, robusto, con una barba bastante poblada y canosa, al igual que sus cejas. Sus ojos azules se chocaron con los míos, ahora rojos. Él tenía un cuchillo en la mano, y no parecía muy amistoso.

Tenía dos opciones: salir ahí fuera y desvanecerme como si de polvo me tratara o volver a asesinar a una persona inocente.

Dos horas más tarde me encontraba de nuevo en el bosque.

Sin hambre.

Diario ensangrentado.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora