Capítulo 10

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Liza despertó sola. Agudizando los oídos en busca de sonidos de Caleb y Zach, salió de la cama, deteniéndose ligeramente de puntillas frunciendo el ceño. Se habían ido. El reloj de la mesilla de noche brilló señalando las cinco de la mañana y ella levantó las persianas después de caminar hacia la ventana. El cielo empezaba a clarear.

Se apresuró hacia la ducha tratando de ignorar su ausencia, de ignorar la preocupación constante de que ellos no podían andar en nada bueno así de temprano en la madrugada. No había tiempo para esas preocupaciones. Había estado ausente casi una semana, era inenarrable la cantidad de trabajo que se habría amontonado sobre su escritorio.

Y tenía un desafío al que enfrentarse.

De vuelta a su dormitorio, se puso unos pantalones sueltos y una camisa de manga larga sobre un top. Gracias a Dios estaba de vuelta en el profundo Sur. Había pensado que se moriría de frío en Maine. Por último, se puso calcetines y botas. Se retrasó en la cocina el tiempo suficiente como para servirse una taza de café. Habría comida en la casa del Alfa, donde estaba su oficina.

Con suerte, encontraría a Caleb y a Zach ahí también. Se dijo que era porque estaba preocupada por ellos que no seguía las leyes de la manada en cuanto al desafío, pero sabía que era una mentira. Sólo quería verlos. Y también tenía un par de cosas que decirles sobre abandonar la cama sigilosamente antes del alba.

Fruncía el ceño cuando entró en la casa y siguió el murmullo de voces en la cocina al final del largo pasillo central.

—Ah, ahí está —Su madre la abrazó fuerte y brevemente, antes de retroceder y revisarla con ojos entornados. La empujó hacia una silla—. Siéntate. ¿Olvidaron alimentarte?

Más bien había pasado la mayor parte de los últimos días demasiado nerviosa como para comer, pero no iba a decirle eso a su madre.

Liza sacó a una silla y se sentó, echando una mirada al atestado cuarto. Midiendo. Zach, que permanecía de pie cerca de la puerta trasera con su padre, la miró a los ojos con un asentimiento y la cara inexpresiva mientras se concentraba en lo que estuviese diciendo Henry. Caleb estaba junto a la cocina, dando la vuelta al beicon y discutiendo amablemente con Ethan, uno de sus soldados. Como si sintiese que ella lo miraba, se dio vuelta y le guiñó un ojo.

Su madre se había movido hacia uno de los hornos de la pared y sacaba una bandeja de galletas caseras. Liza hizo entrar el olor familiar en sus pulmones. Era bueno estar en casa. Cuando se levantó para ayudar, su madre trató de apartarla enviándola a su asiento, pero la ignoró y ayudó a poner la mesa para el desayuno. Los platos de galletas, los huevos, el tocino y un plato hondo de fruta fueron dispuestos sobre ella. Como era de esperar, se encontró sentada entre Caleb y Zach.

Estaba limpiando su plato cuando Gabby entró. La otra mujer dirigió a Ethan una oscura mirada y se acercó a ella.

—Gracias a Dios, estás de vuelta —refunfuñó.

Liza levantó una ceja. Gabby era una de sus pocas amigas, otra soldado y perennemente alegre.

—¿Problemas?

—Nada que no pueda manejar —contestó enigmáticamente.

Bueeeno. Definitivamente había un problema, pero esperaría para presionar a Gabby sobre ello cuando estuviesen solas en su oficina. Agarró una botella de agua de la nevera.

—¿Quieres comer?

Gabby negó con la cabeza.

—Ya lo hice.

Caleb y Zach ya se habían ido, así que se fue a su oficina, Gabby y Ethan la siguieron.

En el interior, Gabby mantuvo la distancia entre ellos y evitó mirarlo mientras él la observaba con ojos entornados. Liza suspiró. Si tuviera que adivinar, apostaría su dinero a que los dos recientemente habían bailado el tango horizontal. El problema era que los hombres lobo tendían a ponerse posesivos en esas circunstancias. Gabby habría terminado el affaire al minuto en que comenzó a suceder.

Luna Hechizada • ¡A la una...Donde viven las historias. Descúbrelo ahora