Billings, Montana.
Viernes noche.
Samantha Murphy se quitó los zapatos, se levantó el vestido hasta las caderas y comenzó a trepar por la tapia de piedra. Mientras se dejaba caer al jardín del otro lado, oyó un desgarrón. Jamás volvería a vestirse de seda para hacer un trabajo clandestino.
Magnífico, pensó al ver el enorme jirón, y dejó que la falda cayera hasta los tobillos.
—¿Champán, señorita?
Samantha giró sobre sus talones y descubrió a un camarero, con una bandeja llena de copas. Tras él, escabulléndose por las puertas de la terraza, escapaba el débil sonido de la música clásica, el alegre tintinear de las copas y el murmullo de las conversaciones.
De modo que el camarero y ella estaban solos en el jardín, preguntándose ambos qué estaba haciendo el otro allí.
—Gracias, me encantaría tomar una copa —dijo, sintiendo que las mejillas le ardían.
El camarero inclinó ligeramente la cabeza y se dirigió hacia las puertas de la terraza, que abrió de par en par antes de deslizarse en su interior.
Samantha bebió un sorbo de burbujeante champán y lo observó con atención. Temía que hubiera ido a comunicarle a la anfitriona que acababa de colarse una intrusa en la fiesta, y tenía todos los motivos del mundo para estar asustada. A través de las puertas de la terraza, veía a los hombres vestidos de esmoquin y a las mujeres con las más lujosas galas. Samantha no se habría sentido más fuera de lugar en una colonia nudista.
Se encaminó hacia las puertas y, justo antes de llegar, descubrió su reflejo en el cristal. Apenas podía reconocerse. La seda blanca se abrazaba a sus curvas y el desgarrón del vestido casi parecía hecho a propósito. Los tacones añadían unos cinco centímetros más a su altura y el sofisticado peinado convertía su, habitualmente, salvaje melena en un intrincado laberinto de rizos que enmarcaban un rostro perfectamente maquillado.
—No está mal —susurró.
Ni su propia madre la habría reconocido.
Sintiéndose como Cenicienta en el baile, guiñó el ojo a su reflejo, comprobó que la cámara en miniatura continuaba escondida entre sus senos, y alzó la barbilla con orgullo. Había llegado el momento de actuar.
Will Sheridan sabía lo que estaba buscando. Permanecía en una esquina, escrutando a la multitud. Había planeado aquello al igual que lo planeaba todo en su vida. Y en aquel momento, cuando se acercaba ya su trigésimo sexto aniversario, estaba preparado para dar un importante paso: el matrimonio.
Una vez tomada la decisión, ya sólo era cuestión de encontrar a la pareja perfecta, antes de que llegara su cumpleaños. No era algo que le preocupara. Abordaba aquella cuestión como todo lo que hacía: metódicamente. Encontraría a la mujer adecuada, pasarían unos meses de noviazgo y, tras el período de tiempo apropiado, llegaría el matrimonio.
Sabía perfectamente lo que quería de una esposa, de modo que encontrarla no le resultaría difícil. Ésa era una de las razones por las que había aceptado la invitación de su hermana. Katherine Sheridan Ashley organizaba el tipo de fiestas a las que su futura esposa podría asistir. La mujer de sus sueños no dudaría en frecuentar aquellos círculos, tendría un trabajo que complementaría el suyo, compartiría un pasado familiar similar y tendría unos gustos refinados que la convertirían en la perfecta esposa y madre de sus hijos.
Acostumbrado a consultar a expertos cuando necesitaba consejo, Will había estado de acuerdo en asistir a la fiesta. Katherine le había asegurado que no lo decepcionaría. Tenía en mente a la mujer perfecta para él.
