Soy Ana.
Sofía y yo dormimos en la misma cama. Siempre juntas. Con la luz encendida porque la oscuridad nos produce angustia.
El picaporte gira. Me despierto antes que ella. Ha llegado la hora.
Es nuestro tío.
¿Acaso mis padres no se dan cuenta? ¿Acaso no les importa?
Salgo de la cama y me voy a mi lugar: el de siempre, sobre la mesa de trabajo.
Sofía reacciona, pero no se defiende.
Sentada en el escritorio, observo las agujas del reloj; reloj que detiene los segundos, que juegan en complicidad con aquel asesino de sueños.
Sofía es ahora solo un pedazo de carne fresca.
Nuestro tío se ha metido a nuestra cama otra vez y ella me mira con desamparo y angustia. Ya no lucha. Ya no protesta. Solo me mira. Y yo la miro. Con los ojos me dice "tranquila, Ana; todo va a estar bien."
Soy espectadora del ritual que cobra vida en nuestro cuarto dos vecs por semana.
Es repulsivo,
Tic tac... tic tac... dieciocho minutos exactos; eso dura la tortura. Dieciocho minutos en tiempos de dolor, que como en tiempos bíblicos, parecen siglos.
Tic tac... tic tac...
Sofía ya no llora, hace años que ha renunciado a las lágrimas, huellas implacables que la obligarían a crear excusa, a inventar pesadillas. No. Ya no llora, tan solo se gira hacia la pared y duerme anhelando que esta vez la muerte venga pronto por ella.
Trato de consolarla. No me escucha. Está dormida. O muerta. Quién sabe.
Me acuesto a su lado. Suena el despertador. Hora de ir a la secundaria.
Un charco de orina se dibuja en nuestras sábanas otra vez.
Jala la tela, se apresura a esconderla antes de que nuestra madre pueda notar que aún a sus catorce años, sigue mojándose en las noches. Pero mamá se da cuenta y hace un escándalo. Sofía y yo salimos corriendo hacia la escuela. Mamá va detrás, enarbolando las sábanas marcadas por una aureola amarilla. La calle es un hervidero de vecinos y gente pasando. Nuestra madre expone la falta y nos regaña; todos se dan cuenta y ríen. Sofía agacha la cabeza, camina más rápido. Trato de protegerla, pero el daño ya está hecho. A la tortura del reloj y de mi tío rodando por las cobijas se le agrega la vergüenza de su incontinencia que es del dominio público.
Sofía me observa de reojo y sé por su mirada que la estoy perdiendo; que se aleja cada vez más de mí, y lo hace voluntariamente. Ella es una leprosa, una enfermedad infecciosa, una virulenta de la peor clase. No quiere contagiarme. Desea que me mantenga al margen.
Su pecado más grande ha sido ser bella. Muy bella. Rubia, de caireles, ojos claros y cuerpo llamativo. Haberse desarrollado como mujer desde los once.
Yo no me alejo. Sé que mi presencia puede al menos conformarla; avanzo con ella a la escuela y a la casa. Pero ya no me habla.
Nuestra madre se acerca. Otra vez la misma cantaleta. - ¿Cuándo vas a aprender a aguantarte? Mira qué grande estás y sigues orinándote en la cama.
- Mami ¿Estás loca? – protesto - ¡tanto escándalo por una meada!
Creo escuchar entre nubes, estoy muy ofuscada.
- Tú no te metas, Ana. La bronca no es contigo es con Sofía.
- ¡Pues Sofía merece respeto! Ya déjenla en paz. ¿Quién no se ha orinando una noche al soñar que se encontraba en el baño?