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No me refiero a un retrato literalmente. No hay ninguna fotografía en estas páginas, lo cual


probablemente sea lo mejor, porque no soy demasiado agradable a la vista. Al menos no lo era la última


vez que me vi.


De eso hace mucho, pero que mucho tiempo. Cuando era joven y tenía miedo. ¿De qué?, te


preguntarás. De mi padre, papá Gatmuss. Trabajaba en las calderas del Infierno y cuando llegaba a casa


después del turno de noche estaba de tan mal humor que mi hermana Charyat y yo nos escondíamos de él.


Mi hermana era un año y dos meses más joven que yo y, por alguna razón, cuando mi padre la atrapaba, la


golpeaba sin cesar y no se quedaba satisfecho hasta que ella lloraba a moco tendido y le suplicaba que


parase. Así que empecé a esperarlo. Más o menos a la hora a la que él emprendía el camino de vuelta a


casa, yo trepaba por la bajante hasta el tejado y lo esperaba. Reconocía su paso (o su tambaleo, cuando


había estado bebiendo) en cuanto doblaba la esquina de nuestra calle. Eso me proporcionaba tiempo para


bajar por la tubería, buscar a Charyat y encontrar un lugar seguro adonde ir hasta que él hubiera acabado


de hacer lo que siempre hacía cuando, borracho o sobrio, llegaba a casa: pegar a nuestra madre. A veces


con las manos desnudas, pero a medida que se iba haciendo viejo empezó a hacerlo con una de sus


herramientas de trabajo que siempre traía a casa con él. Ella nunca gritaba ni lloraba, lo cual ponía aún


más furioso a mi padre.


Una vez le pregunté a mi madre muy bajito por qué nunca hacía ruido cuando él le pegaba. Alzó la


cabeza y me miró. Estaba de rodillas tratando de desatascar el retrete; el hedor era insoportable y las


moscas volaban frenéticas por la pequeña estancia.



-Nunca le concedería la satisfacción de saber que me ha hecho daño -respondió.



Doce palabras. Eso era todo lo que tenía que decir al respecto. Pero puso tanto odio y tanta furia en


aquellas palabras que fue un milagro que las paredes no se agrietasen y la casa no se derrumbase sobre


nuestras cabezas. Sin embargo, ocurrió algo peor: mi padre se enteró.


Aún no he conseguido averiguar cómo se enteró de lo que estábamos diciendo, aunque sospecho que


tenía chivatos zumbones entre las moscas. No recuerdo demasiado de lo que nos hizo, excepto que me


metió la cabeza en el retrete atascado... Eso sí lo recuerdo. La expresión de su rostro también está


grabada en mi memoria.


¡Demonios, qué feo era! En la mejor de sus épocas bastaba con verlo para que los niños salieran


corriendo y chillando y los viejos diablos se agarraran el corazón y cayeran al suelo fulminados. Era


como si cada uno de los pecados que había cometido hubiera dejado una marca en su rostro. Tenía los


ojos pequeños y la carne que los rodeaba estaba hinchada y llena de magulladuras. Su boca era grande


como la de un sapo, con los dientes de un tono amarillento tirando a marrón y puntiagudos, como los de


un animal salvaje. También apestaba como un animal, como un animal muy viejo y muy muerto.


Y esa era mi familia: mamá, papá Gatmuss, Charyat y yo. No tenía amigos; los demonios de mi edad


no querían que los vieran conmigo. Como procedía de una familia tan desastrosa, se avergonzaban de mí:


me tiraban piedras para que me alejara de ellos, o excrementos. Así que, para no convertirme en un


lunático, escribía todas mis frustraciones sobre cualquier cosa en la que pudiera hacerlo (papel, madera,


incluso trozos de ropa) que luego escondía bajo una tabla suelta del suelo de mi cuarto. Me volcaba


completamente en aquellas páginas. Fue la primera vez que comprendí el poder de lo que tú estás


mirando ahora mismo: las palabras. Con el tiempo, me di cuenta de que si escribía en mis páginas todas


las cosas que deseaba hacer a los niños que me humillaban, o a papá Gatmuss (tenía algunas buenas ideas


sobre cómo hacer que se arrepintiera de sus brutalidades), entonces la ira no dolía tanto. A medida que


iba creciendo y las chicas que me gustaban me arrojaban piedras del mismo modo que sus hermanos


habían hecho unos años atrás, regresaba a casa y me pasaba media noche escribiendo sobre cómo me


vengaría algún día. Llené páginas y páginas con todos mis planes y conspiraciones, hasta que acumulé


tantas que apenas tenía espacio para acomodarlas en mi escondrijo bajo la tabla.

Demonio de libroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora