No cabe duda de que si mi cara estuviera cubierta, como la tuya, de delicada piel en lugar de
escamas, se habría ampollado a medida que el fuego consumía mis diarios. Pero mis escamas me
protegieron, al menos durante un rato. Entonces empecé a sentir como si mi rostro se estuviese friendo,
pero continué sin moverme: quería permanecer lo más cerca posible de mis amadas palabras.
Sencillamente me quedé donde estaba, viendo como el fuego hacía su trabajo. Tenía un modo sistemático
de deshacer cada uno de los libros página a página, calcinando una para exponer la siguiente, que a su
vez se consumía con rapidez y me permitía vislumbrar retazos de máquinas de la muerte y de venganzas
que había descrito antes de que el fuego se las llevara.
Permanecí allí de pie inhalando el aire abrasador mientras mi cabeza se llenaba con visiones de los
horrores que había conjurado en aquellas páginas: vastas creaciones que habían sido diseñadas para
provocar a cada uno de mis enemigos (o sea, a todo el que conocía, porque no me gustaba nadie) una
muerte tan lenta y dolorosa como fuese posible. Ya ni siquiera era consciente de la presencia de mi
madre. Tan solo tenía los ojos clavados en el fuego, el corazón me latía con fuerza dentro del pecho
debido a mi proximidad al calor y mi cabeza, a pesar de las atrocidades que la ocupaban, estaba
extrañamente despejada.
Entonces...
-¡Jakabok!
Todavía estaba lo bastante lúcido como para reconocer mi nombre y la voz que lo pronunciaba.
Aparté la vista de la cremación de mala gana y la alcé a través del aire resquebrajado por el calor hacia
papá Gatmuss. Sabía que no estaba de buen humor por el movimiento de sus dos colas, que se mantenían
erguidas desde la raíz por encima de las nalgas, enroscándose la una en la otra y desenroscándose, todo
ello a una gran velocidad y con una fuerza tal que parecía que la una quisiera estrangular a la otra hasta
hacerla reventar.
Yo heredé esa atípica doble cola, por cierto; fue uno de los dos dones que él me otorgó. Pero no me
sentía precisamente agradecido en ese momento, cuando él avanzó pesadamente hacia el fuego mientras
le gritaba a mi madre al mismo tiempo, exigiendo saber qué hacía encendiendo hogueras y, en cualquier
caso, qué era lo que estaba quemando. No oí la respuesta de mi madre. La sangre bullía en mi cabeza con
tal volumen que era lo único que podía oír. Sus peleas y ataques de furia podían durar horas, así que
volví a observar con cautela el fuego que, gracias al enorme volumen de papel que se estaba
consumiendo, todavía ardía con más violencia que nunca.
Ya llevaba varios minutos respirando de un modo superficial, mientras mi corazón tamborileaba
salvajemente. Entonces, mi consciencia se agitó como la llama de una vela con una ráfaga de viento;
sabía que en cualquier momento se desvanecería, pero no me importaba. Me sentía extrañamente apartado
de todo, como si nada de aquello estuviera sucediendo realmente.
Entonces, sin previo aviso, me fallaron las piernas y caí inconsciente de bruces...
sobre...
... las...
... llamas.
Ahí tienes. ¿Ya estás satisfecho? Nunca le he contado a nadie esta historia en los muchos cientos de
años que hace que ocurrió. Pero ahora te la he contado a ti solo para que veas lo que me hacen sentir los
libros. Por qué necesito verlos quemados.
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Demonio de libro
HororCuidado, lector, no abras este libro a la ligera... El mal reside en el interior y quiere algo a cambio de su relato. Autor: Clive Baraker La última novela de un genio del terror, autor de "Hellaraiser" y los "Libros de sangre" Esta escalofriante...