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-Como que se trata de un lugar en el que todo aquello por lo que trabajas y te preocupas te será


arrebatado tarde o temprano, y no hay nada que puedas hacer al respecto. -Por primera vez desde que


había comenzado el interrogatorio, apartó la vista de mí-. Yo una vez fui hermosa -dijo-. Sé que


ahora no puedes imaginártelo, pero lo fui. Y entonces me casé con tu padre y todo lo hermoso que había


en mí y en aquello que me rodeaba se convirtió en humo. -Se produjo un largo silencio. Entonces su


mirada volvió en mi dirección-. Exactamente igual que lo harán todas tus páginas.


Supe que no había nada que pudiera decir para convencerla de que me dejara conservar mis tesoros.


Y también supe que se aproximaba la hora en que papá G. regresaba de las calderas y que mi situación


empeoraría mucho si él cogía alguna de mis Historias de Venganza, porque las cosas más terribles que


había inventado las había reservado para él.


Así que comencé a tirar mis preciosas páginas en un gran saco que mi madre había dejado junto a


ellas con ese propósito. De vez en cuando ojeaba una frase que había escrito y con un solo vistazo,


recordaba al instante las circunstancias que me habían hecho escribirla y cómo me había sentido mientras


garabateaba las palabras; si estaba tan furioso que el bolígrafo se había roto bajo la presión de mis


dedos, o tan humillado por algo que alguien había dicho que había estado al borde de las lágrimas. Las


palabras eran parte de mí, parte de mi mente y mi memoria, y ahí estaba yo tirándolas todas (mis


palabras, mis preciadas palabras junto con la parte de mí que las acompañaba) en un saco, como un


desperdicio cualquiera.


Por un momento pensé en intentar guardarme una de las páginas más especiales en el bolsillo, pero mi


madre me conocía demasiado bien: no me quitó los ojos de encima ni un momento. Me observó mientras


llenaba el saco, siguió mis pasos hasta el patio y se quedó de pie a mi lado mientras vaciaba el saco,


cogiendo las hojas que volaban del montón y apilándolas junto a las demás.


-No tengo cerillas.


-Hazte a un lado, niño -dijo.


Sabía lo que iba a ocurrir, así que me separé rápidamente de la pila de hojas. Fue un sabio


movimiento, porque en cuanto di el siguiente paso oí cómo mi madre arrancaba ruidosamente una gran


flema. Volví la vista hacia mis preciados diarios al mismo tiempo que ella les escupía. Si simplemente


les hubiese escupido, no habría sido tan horrible, pero mi madre procedía de una larga casta de


poderosos pirománticos. En cuanto la flema salió volando de entre sus labios, se volvió brillante y


estalló en llamas, acertando con horrible precisión en la caótica pila de diarios.


Si se hubiese tratado de una simple cerilla arrojada sobre el trabajo de mi juventud, esta se habría


carbonizado por completo sin tan siquiera prender una sola página. Pero fueron las llamas de mi madre


las que aterrizaron sobre los diarios y, nada más chocar contra ellos, arrojaron cintas de fuego en todas


direcciones. Me quedé mirando por un momento las páginas en las que había vertido toda la ira y la


crueldad que había hecho crecer dentro de mí. Al instante, aquellas mismas páginas se consumieron con


el fuego de mi madre devorando el papel.


Yo seguía de pie a poco más de un paso de la hoguera; el calor era atroz, pero no quería alejarme de


él, incluso aunque mi pequeño bigote, que había cuidado con esmero (era mi primer bigote) se estuviera


chamuscando con el calor; incluso a pesar del olor, que provocaba que me escocieran las fosas nasales y


me lloraran los ojos. De ningún endemoniado modo iba a permitir que mi madre viese lágrimas en mi


rostro. Alcé la mano para enjugármelas rápidamente, pero no hizo falta: el calor las había evaporado.

Demonio de libroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora