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Además, iba cada vez más lento. El esfuerzo de trepar por las pilas de vertidos empezaba a dejarse

notar y la basura se deslizaba bajo mis pies mientras trataba de ascender sus cada vez más empinadas

laderas.

Sabía que ahora solamente era cuestión de tiempo que llegara el fin, así que, una vez que alcancé la

cumbre de la pila que estaba escalando, decidí detenerme y ponerme a tiro de papá G. Mi cuerpo estaba

al borde del colapso, los gemelos se me contraían en dolorosos espasmos que me hacían gritar, mis

brazos y mis manos eran una masa de cortes sobre carne calcinada debido a los fragmentos de cristal y a

los filos cortantes de las latas a las que trataba de asirme.

Ya estaba decidido: en cuanto alcanzara la cima de la loma, me rendiría y, de espaldas a Gatmuss

para no otorgarle el placer de ver la desesperación en mi rostro, esperaría su bala. Con la decisión

tomada, sentí que me quitaba un peso de encima y trepé con agilidad hasta el lugar que había elegido para

morir.

Ahora solamente me quedaba...

¡Un momento! ¿Qué era aquello que pendía en el aire sobre la zanja que separaba aquella cima de la

siguiente? A mis cansados ojos, parecían dos hermosas tajadas de carne cruda con (¡no podía creer lo

que veía!) latas de cerveza sujetas a cada trozo de carne.

Había oído historias sobre gente que se perdía en enormes desiertos y creían ver la imagen de lo que

más deseaban en aquel momento: una fastuosa piscina de agua refrescante, la mayoría de las veces

rodeada por exuberantes palmeras cargadas de fruta madura. Yo sabía que estos espejismos son la

primera señal de que el caminante está perdiendo el contacto con la realidad, porque cuanto más rápido

intenta alcanzar su fantasmal piscina con sus sombreadas enramadas de árboles cargados de fruta, más

rápido se alejan estas de él.

¿Me había vuelto totalmente loco? Tenía que averiguarlo. Abandoné el punto en el que tenía previsto

perecer y me deslicé por la pendiente hacia el lugar donde la carne y la cerveza se mecían pendientes de

una cuerda que desaparecía en la oscuridad a bastante altura sobre nuestras cabezas. Cuanto más me

aproximaba, más aumentaba mi seguridad de que no se trataba, como me había temido, de una ilusión,

sino de algo real; sospecha que fue confirmada unos momentos más tarde cuando, sin dejar de salivar, di

un mordisco a aquel buen trozo de carne magra. Estaba más que buena; era excepcional cómo la carne se

deshacía en mi boca. Abrí la helada lata de cerveza y la alcé hasta mis desaparecidos labios, que se

habían enfrentado al desafío de morder un pedazo de carne y ahora recibía alivio para sus heridas con un

baño de cerveza fría.

Estaba dando las gracias en silencio al alma que amablemente hubiera dejado aquel refrigerio allí

para que lo encontrara un caminante perdido, cuando oí un bramido de papá G. y, por el rabillo del ojo,

lo vi en el punto exacto que yo había elegido para morir.

—¡Deja algo para mí, chico! —chillaba y, habiendo olvidado aparentemente nuestra enemistad, de

tan emocionado que estaba por la visión de la carne y la cerveza, descendió la pendiente a grandes

zancadas mientras gritaba—: ¡Si tocas ese otro pedazo de carne, chico, juro que te mataré más de tres

veces!

La verdad era que yo no tenía intención de comerme el otro pedazo. Había comido todo lo que podía.

Estaba encantado de mordisquear el hueso de mi tajada, todavía sujeto por un gancho atado a una de las

dos cuerdas que pendían tan próximas la una de la otra que yo había supuesto que eran solo una.


Demonio de libroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora