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Sin embargo, ahora que tenía el estómago lleno, podía permitirme ser inquisitivo. Las dos latas de

cerveza no colgaban de una sola cuerda. Había una segunda cuerda, mucho más oscura que la de la

comida, de color amarillo brillante, que pendía inocentemente junto a las otras. No vi nada colgado de

ella; seguí su recorrido descendente con la mirada, pasando por la altura de mi hombro, mi mano, mi

pierna, mi rodilla y mi pie, para descubrir que desaparecía en la masa de basura sobre la que yo me

encontraba.

Me doblé por la cintura (mi torso endurecido por el fuego casi tocaba mis piernas) y seguí buscando

la continuación de la cuerda entre la basura.

—Se te ha caído un hueso, ¿verdad, idiota? —dijo papá Gatmuss acompañando sus palabras de una

lluvia de babas, cartílagos, y cerveza—. No te entretengas mucho ahí abajo, ¿me oyes? Solo porque me

hayas conseguido carne y cerveza no significa... ¡Espera! ¡Ja! Quédate donde estás, chico. No voy a

ponerte mi fría pistola en la oreja para volarte los sesos, voy a ponértela en el trasero y volarte...

—Es una trampa —dije con tranquilidad.

—¿De qué estás hablando?

—La comida. Es un cebo. Alguien intenta atrapar...

Antes de que pudiera pronunciar la última sílaba de mi frase, se demostró mi profecía.

La segunda cuerda, la más oscura y extraña situada tan cerca de su compañera amarilla y que había

resultado prácticamente invisible, se elevó de repente unos dos o tres metros en el aire, lo que provocó

que las dos cuerdas oscuras se tensaran y que aparecieran dos redes grandes y extensas que indicaban

que quienquiera que estuviese pescando desde arriba tenía suficientes conocimientos sobre el inframundo

como para conocer la presencia de vestigios de demonidad.

En vista de la inmensidad de las redes, me consolé con el hecho de que, aunque me hubiese dado

cuenta de la trampa antes, no habríamos sido capaces de escapar del perímetro de la red antes de que los

de arriba (los Pescadores, como ya los había apodado en mi mente) percibieran el movimiento de sus

cebos y sacaran su pesca.

La malla de la red era lo suficientemente grande para que una de mis piernas colgara por fuera de un

modo bastante incómodo, oscilando sobre el caos. Pero aquella incomodidad no era nada cuando podía

regocijarme en la visión de Gatmuss, atrapado también por la red que lo rodeaba y lo elevaba igual que a

mí, aunque con una diferencia: mientras que Gatmuss maldecía y luchaba tratando de agujerear la red y

fracasando en su intento, yo me sentía extrañamente tranquilo. Después de todo, pensé, ¿hasta qué punto

podía ser peor mi vida arriba que en el inframundo, donde había conocido pocas comodidades y nada de

amor y donde no había un futuro para mí más allá de las amargas e infelices vidas de mamá y papá G.?

Ahora nos elevaban a bastante velocidad y pude ver el paisaje de mi juventud desde lo alto. Vi la

casa con mamá de pie en la puerta, una figura diminuta y lejana, totalmente fuera del alcance de mis gritos

más estridentes, si hubiera intentado gritar, cosa que no hice. Y allí estaba, extendiéndose en todas

direcciones hasta donde mis ojos podían alcanzar, el lúgubre espectáculo de las cimas de basura que me

habían parecido tan inmensas cuando me encontraba entre sus sombras y que ahora resultaban

intrascendentes, a pesar de que se elevaban hasta alturas descomunales que definían el perímetro del

Noveno Círculo. Más allá del Círculo no había nada; tan solo un inmenso vacío, ni blanco ni negro, sino

inconmensurablemente gris.

—¡Jakabok! ¿Me oyes?



Demonio de libroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora