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Me asomé por encima de la barandilla y vi al enfurecido behemoth allá abajo. Sostenía unas cuantas

hojas parcialmente quemadas y cubiertas con mi caligrafía. Obviamente las había sacado del fuego y

había encontrado alguna referencia a él. Conocía mi propio trabajo lo suficientemente bien como para

estar seguro de que en ninguno de aquellos libros había una sola mención a Gatmuss que no fuera

acompañada de un montón de adjetivos insultantes. Él era demasiado estúpido para conocer el

significado de «hediondo» y «abyecto», pero no era tan corto como para no ser capaz de captar el tono

general de mis sentimientos. Lo odiaba con toda mi alma y las páginas que sostenía rezumaban ese odio.

Arrastró su torpe armazón escaleras arriba mientras me gritaba:

—¡No soy un cretino, chico! Sé lo que significan estas palabras y te voy a hacer sufrir por ellas, ¿me

oyes? Voy a hacer otra hoguera y a asarte en ella durante un minuto por cada mala palabra que hayas

escrito sobre mí aquí. Eso son muchas palabras, chico. Y mucho tiempo de cocción. ¡Te vas a carbonizar,

chico!

No malgasté aliento ni tiempo respondiéndole. Tenía que salir de la casa e internarme en las oscuras

calles de nuestro vecindario, que se llamaba Noveno Círculo. Los peores condenados de la humanidad,

las almas que no se podían controlar ni con sobornos ni con palizas, vivían de su ingenio en aquellos

guetos infestados de parásitos.

La fuente de toda vida parasitaria era el laberinto de residuos de la parte trasera de la casa. A cambio

de poder ocupar la casa, que se encontraba en un estado prácticamente decrépito, papá G. era el

responsable de vigilar los montones de basura y de disciplinar a las almas que, en su opinión, merecieran

castigo. La libertad para ser cruel le iba que ni pintada, desde luego. Salía todas las noches armado con

un machete y una pistola, dispuesto a mutilar en nombre de la ley. Mientras me perseguía, blandía ese

mismo machete y esa misma pistola. No me cabía duda alguna de que me mataría si me atrapaba (o,

mejor dicho, cuando me atrapara); sabía que no tenía ninguna oportunidad de huir de él por las calles, así

que mi única opción era saltar por la ventana (curiosamente mi cuerpo era indiferente al dolor en el

estado de shock en el que se encontraba) y trepar por las inclinadas montañas de residuos, donde sabía

que podría escabullirme entre los interminables cañones de basura.

Uno o dos minutos después de que comenzara a trepar por los montones de basura, papá G. disparó

desde la ventana por la que yo había saltado; volvió a disparar cuando alcancé la cima. Falló ambos

disparos, pero por poco. Yo sabía que si él conseguía saltar y acortar la distancia que nos separaba,

volvería a dispararme por la espalda sin pensárselo dos veces. Y mientras tropezaba y rodaba por el

lado opuesto de la colina de apestosos residuos, pensé que si tenía que escoger entre morir allí fuera por

un disparo de papá G. o que me llevara de vuelta a casa para pegarme y ridiculizarme, prefería la

primera opción.

Sin embargo, era algo pronto para contemplar la idea de morir. Aunque mi cuerpo abrasado estaba

saliendo del estado de shocky empezaba a dolerme, todavía conservaba la habilidad suficiente para

moverse sobre los montículos de alimentos podridos y muebles viejos con cierta velocidad, mientras que

el cuerpo excesivamente alto y torpe de papá G. convertía los montones de basura en mucho más

traicioneros de lo que ya eran de por sí. Lo perdí de vista dos o tres veces, incluso osé creer que lo había

despistado. Pero Gatmuss tenía instinto cazador: me siguió la pista a través de aquel caos, subiendo por

una ladera y bajando por la opuesta, por depresiones cada vez más profundas y cimas cada vez más altas,

mientras yo huía más y más lejos de la casa.




Demonio de libroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora