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Hacía ya tres años desde que todo había pasado, y ni siquiera era capaz de recordarlo sin que me diera un ataque de ansiedad.

Aquella noche había parado en un bar de muerte dónde me habían dicho que vendían carnés falsos a muy buen precio, ilegales pero baratos. Yo estaba desesperada y necesitaba salir de allí, de Nueva Jersey, cuanto antes.

Había encontrado al tío que me falsificaría toda la documentación, había sobrevivido dos días en las calles y salvo por el hambre todo iba de puta madre. Pero porque sí, porque las cosas tenían que joderse de alguna manera, la cosa se torció.

No me hizo falta mirarlo más de dos segundos para reconocerlo incluso de espaldas.

— ¿Y para qué quiere una chiquilla como tú un carné falso y tanta documentación?

Me volví hacia aquel tipo, quién me entregaba los papeles que había pagado con todo el dinero que llevaba encima. Los revisé. Podrían funcionar. Por un tiempo.

— No es de tu incumbencia.

Volví la vista hacia la cabellera marrón chocolate que me daba la espalda. ¿Por qué estaba él allí? ¿Había venido a buscarme?

Y como si hubiera notado mi mirada en su espalda, se volvió a mirarme. Yo sentí como si todas las paredes de aquel cochambroso bar se hubieran derrumbado sobre mí, dejándome completamente indefensa.

Le tendí el dinero a aquel hombre y salí del bar completamente pálida, huyendo entre los callejones del barrio.

Fue estúpido huir, si había conseguido encontrarme atravesando todo el océano, ¿cómo no iba a encontrarme allí, a tan solo un par de manzanas?

Sus pisadas se hicieron persistentes a mi espalda, persiguiéndome como un perro de caza persigue a un zorro indefenso.

— ¿Por qué huyes, Maxine? No tiene salida.

Me detuve en seco al comprobar que tenía razón, el callejón se cerraba a unos doscientos metros de mí, acorralándome.

Me volví hacia él. Parecía más viejo que hacía cuatro meses, más cansado y triste, pero su mirada seguía siendo igual de peligrosa.

— ¿Qué haces aquí? ¿Cómo me has encontrado? ¿Te ha enviado él?

Me miró como si estuviera evaluándome, frunciendo el ceño y doblando unos centímetros a la derecha la cabeza. Tal vez se preguntaba por qué no le había devuelto la respuesta en italiano, cómo él me había preguntado a mí.

— No voy a hacerte daño, Maxine. — Anunció, como si no tuviera ganas de tanto dramatismo. — ¡Ni siquiera voy armado, por el amor de Dios!

Tenía razón, no iba armado, pero yo sí.

Saqué el pequeño revólver que guardaba a la espalda y apunté directamente a su pecho. Las manos me sudaban y mi pulso era similar al de una persona anciana, pero a tan poca distancia no fallaría.

— Baja el arma, Maxine. ¡Vámonos de nuevo a casa! ¡Ambos estamos cansados! — Mustió, casi en un suplicio.

— No pienso volver. ¡Me fui por una razón y por esa misma razón no voy a volver!

— ¡Esto no lleva a ningún lado! ¡No vas a dispararme! — Avanzó a paso lento hacia mí, con las manos en alto como mostrando su inocencia. — Maxine...

Como la cafeína para la resaca.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora