Capítulo 25

596 3 0
                                    

-Yo... yo... vivo ahí -logré decir al tiempo que señalaba la entrada de mi casa, a unos dies metros de distancia.

-¡No pregunté dónde vivías!-dijo el flaco que miro a su compañero-. ¿Que hacemos?

-Y... no sé-murmuró el gordo-. Hubo una denuncia.

-¿Denuncia? ¿Que denuncia?-pregunto Ricardo que ya se había parado-. Estamos acá sentados, conversando, no estábamos haciendo nada malo.

El flaco lo empujó y Ricardo cayó sentado encima de Nico.

-¡No te pregunte nada a vos, así que quedate tranquilo!

Yo mire de reojo hacia mi casa con la esperanza de que mis padres se asomaran. Me alcanzaba con que se asomara cualquier vecino. Tenía la sensación de que en cualquier momento nos iba a pegar, sin ningún motivo. Solo necesitaban una escusa.

-Hubo una denuncia por ruidos molestos- dijo el gordo -así que ustedes tres nos van a tener que acompañar-señaló a los varones-. Y vos, nena, andate para tu casa que no es hora de andar en la calle.

Vi la cara roja de Eliana; los ojos le brillaban con la luz del farol de la esquina. Ella me miró. Estaba por llorar, pero no de miedo, sino de furia, de impotencia. Le hice un gesto, tratando de que entendiera que era mejor no decir nada. Se paró y comenzó a caminar despacio hacia mi casa. Entonces el flaco nos miro.

-Vamos a tener que llevarlos, así que vallan subiendo y el primero que hable lo curto a palos.
Subimos atrás, cerraron la puerta y arrancaron a toda velocidad. Logre ver que Eliana tocaba el timbre de mi casa. Viajamos en silencio y cuando llegamos a un cruce, algunas personas nos miraron. Seguro pensaban que éramos delincuentes juveniles y yo me sentía horrible, tenía ganas de vomitar. Es que algunos compañeros del liceo, un poco más grandes, me habían contado que una vez los habían llevado a la salida de un baile y que uno de ellos le habían pegado. Yo sentía terror de que me fueran a pegar o algo y lo peor de todo era esa sensación de que a nadie le importaba nada. Es decir, era probable que algún vecino hubiese visto un grupo de adolescentes en la esquina y entonces, la primera idea que debe haber tenido es que éramos chorros o algo por el estilo. Siempre era así. Si nos parabamos frente a una vidriera, el comerciae se armaba, como haciéndose el disimulado, para vigilarnos. Si nos sentabamos a conversar en la entrada de un edificio, el portero nos echaba. Si íbamos a una plaza, enseguida decían que estábamos tomando o cosas peores. O sea, no podíamos escuchar música fuerte ni tocar, porque entonces se quejaban los vecinos, no podíamos mirar vidrieras si convertirnos en sospechosos, no podíamos subir al ómnibus sin que alguien pensara que éramos maricas, no podíamos entrar a los bailes porque éramos menores, pero tampoco podíamos sentarnos en el cordón de la vereda de noche porque eso nos transformaba en una amenaza para la seguridad pública. Sentía eso, que nadie nos respetaba y que, de alguna manera, nos tenían miedo. Ahí estaba la tele, con todas esas historias sobre los menores delincuentes, los diarios, las radios. Parecía que ser menor era una especie de delito y peor si uno era bastante menor, porque encima venía cualquiera, como el gordo y el flaco, y te basureaban.

Pequeña ala de Roy BerocayDonde viven las historias. Descúbrelo ahora