Los hijos del vacío

277 11 6
                                    

Por Matt Burns

Un observador camuflado sobrevolaba los cielos silenciosos de Shakuras. Era uno de los muchos drones automatizados que patrullaban el planeta día y noche. Este en particular vigilaba una pequeña sección en el corazón de la capital, Talématros.

La ciudad se extendía por kilómetros en todas direcciones, una inmensidad de metal y piedra que parecía una enorme piel de reptil. De la superficie emergían miles de espiras puntiagudas. Una capa de niebla densa esparcía y refractaba la luz de los cristales de iluminación que salpicaban el paisaje de la ciudad. A esa hora de la noche estaba todo tranquilo. La mayoría de los protoss de Aiur y los nerazim que vivían en Talématros dormían. Los únicos movimientos que detectaba el observador eran los de los centinelas y los de otros drones de seguridad que patrullaban otras partes de la ciudad.

La matriz de sensores protuberante del observador giraba de un lado a otro como un ojo de insecto gigante, registrando estos movimientos. El dron determinó que la mayor parte de lo que veía era irrelevante. Su principal propósito era proteger a los residentes de Talématros de cualquier posible amenaza. Y eso incluía el peligro que representaban los propios conciudadanos.

El observador no tenía la capacidad de comprender las sutilezas de la relación entre los nerazim y los protoss de Aiur, ni tampoco los motivos por los que la tensión entre ellos había alcanzado niveles inusitados en los últimos tiempos. El dron tenía una sola función: ayudar a preservar el Daelaam, el gobierno unificado.

Como no detectaba nada fuera de lo ordinario, el observador dio la vuelta para volver a comenzar su ruta preprogramada. Fue en ese momento que detectó la anomalía. Algo había cambiado en la Ciudadela, la sede del Daelaam. No había sonado ninguna alarma en el edificio pero, de pronto, los centinelas se habían desactivado.

Un propulsor de campo gravitatorio impulsó al observador hacia la Ciudadela para investigar. La estructura piramidal se alzaba sobre la niebla que escondía buena parte de la ciudad. Patrones geométricos intrincados cruzaban la superficie brillante de aleación del edificio, que se apoyaba sobre un disco gigante y, durante el día, muchas veces levitaba y levantaba toda la estructura en el aire. Pero por la noche, el disco descansaba en el suelo. Un estandarte largo colgaba de una de las ventanas cercanas a la cima de la Ciudadela. El género tenía bordados en hilo dorado brillante cuatro círculos en equilibrio: el símbolo del Daelaam.

El observador frenó en el aire a unos metros de la ventana. Interrogó a los centinelas que estaban apostados dentro del edificio. No respondieron.

Alguien se movió del otro lado de la ventana. Alguien oculto por un campo de camuflaje. Los sensores del observador veían a través del camuflaje. La figura era un hombre nerazim. Tenía los ojos verdes, no azules como los protoss de Aiur. Los cordones neurales que le crecían de la nuca estaban cortados, tal como indicaba la costumbre nerazim. Pero el observador no podía establecer la identidad del extraño. Tenía la cara escondida tras una máscara confeccionada con el cráneo de un hidralisco.

Una cuchilla de transposición se encendió en el guantelete protector que el protoss llevaba en la muñeca y describió un arco cerrado contra la parte externa del marco de la ventana. El estandarte del Daelaam cayó, liberado de las ataduras que lo ligaban al edificio. Se enrolló ligeramente mientras desaparecía en la niebla ondulante.

De la ventana cayó un nuevo estandarte. Este era de color verde y se veía que los bordes estaban desgastados y deshilachados. Tenía veintisiete cristales violetas bordados a todo lo largo.

StarCraft 2: Legacy of the VoidDonde viven las historias. Descúbrelo ahora