Calma después de la tormenta

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Calder ayudó a Rembrandt a entrar por la ventana. Se había raspado por los vidrios rotos, pero estaba más preocupado por el brazo de ella, que estaba morado.

Encendió las luces.

Su apartamento era de buen tamaño, con un pequeño recibidor, ahora todo destrozado, con un banco atravesado por una espada, dos sillas fuera de sitio y la mesa volcada. Sentó a Aileen en la silla más cómoda, y encendió la estufa, que estaba en un viejo espacio de chimenea.

Había un lienzo sin terminar de pintar apoyado en la pared del comedor, que estaba continuo al recibidor, y lo puso en la ventana para que no empapara la alfombra del piso, que ahora tenía algunos vidrios rotos.

-Disculpa el desorden...

No podía atribuirlo todo a su inesperada visita. Había un montón de cartas, facturas, periódicos y botellas de varios tipos de licor regados por todas partes. La mesa de dibujo de Teresa, plegada pero atravesada en el comedor, estaba manchada de café.

Rembrandt se quitó el abrigo, cuando se dio cuenta que era el suyo.

-Rembrandt...

-Vine a... a devolvérselo.

-¿Viniste sólo a eso? –Calder se rió.

Conque no tenía a nadie ¿no? Maldita lagartija, no contaba –y él tampoco- con la espontaneidad de Aileen Rembrandt.

-Me salvaste la vida.

-No diga eso así... -ella se quitaba ahora su propio abrigo, revelando una cintura pequeña y una camisa blanca húmeda, metida en pantalones marrones ceñidos a la cintura, que le quedaba muy bien, según Calder.

Quiso regañarse a sí mismo. Rembrandt era una mujer respetable e inteligente... pero también había estado a punto de morir hace cinco minutos, merecía algo de paz, y distraerse con sus piernas era fácil...

Ella pareció no darse cuenta de que la miraba demasiado.

-¿Cómo no decirlo? Literalmente me salvaste la vida. Y si no hubieras venido...

-Es que en el teatro, usted... se fue rápido.

Le parecía algo tan ajeno a lo que acababa de pasar, que tuvo la impresión de que fue años atrás.

-¿Qué cos-? Ah... -el recordarlo no le molestó ni le hizo sentirse incómodo. Ella se abrazó a sí misma.

-Ese bicho iba a lanzarme por la ventana con él.

-Porque interferiste, no debiste.

-¿Cómo que no?

-Que ahora estás en peligro.

Ahora lo sabía, y se sentía culpable. De haberse sabido controlar en el teatro... Rembrandt en casa de su novio, tranquila.

Y él muerto, sin fastidiar a nadie.

-¿Quién era... qué era eso?

-No sé.

-Pero...

No la dejó preguntar nada más hasta que volviera. Fue a su despacho, a la izquierda de la entrada, lo más parecido a una sala que tenía.

Era un área sin puerta de acceso, sino con un arco de madera redondo y pulido, que lo conectaba con el recibidor. Tenía un escritorio cómodo, estantes llenos de libros y frascos, un sillón, un diván... Todo atiborrado de papeles, tazas manchadas de café, platitos con migajas y hormigas y más botellas de licores vacíos.

La falta de orden en la vida del Doctor CalderDonde viven las historias. Descúbrelo ahora