Aileen Rembrandt

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Rembrandt, como encargada de las salas, dejó instrucciones a los tramoyistas para asear y dejar la sala en orden antes de cerrarla por esa noche.

Tomó el abrigo que dejó el doctor Calder. Lo sostuvo contra su pecho mientras fue a buscar sus cosas.

Suponía que eran las nueve de la noche. Su reloj se había dañado esa misma mañana y no había tenido más remedio que quitárselo. No se lo había quitado por casi un año, desde que su novio se lo había regalado.

Lo tomó como una buena señal. Su reloj parecía estar tan mal como su relación.

Maldijo, no recordaba que estaba lloviendo. Se puso el abrigo del doctor encima, para no empaparse. La lluvia había espantado a todo el mundo, era jueves, y las calles parecían desiertas. Los taxis del teatro se habían ido y no pasaba ninguno tampoco. Esperaría el trolebús, entonces.

Sintió algo duro y puntiagudo en su espalda.

-Dame tu billetera.

La voz tan joven no la intimidó. No intentó voltearse tampoco, pero sabía que era un crío, seguramente inofensivo. Pero no estaba de más preocuparse.

-¡Alza las manos!

-No puedo alzar las manos y darte la billetera al mismo tiempo.

Eso dejó callado al chico. Abrió su cartera, que estaba atrapada bajo el abrigo de Calder, y palpó el mango de su pequeño revólver.

Cuando sintió que se acercaba alguien más.

Un bastón le dio al chico en la cabeza, y después en la espalda.

-¡Fuera! ¡Ladrón!

Eso la dejó libre del filo en su espalda, el chico salió corriendo, y el hombre gritó a un policía de la otra acera, que se encargó rápidamente del asunto.

-¡Muchas gracias!

Aileen notó a su salvador. Un hombre alto con un sombrero, un bigote bien cuidado, un abrigo de alta costura, un parche blanco en su ojo izquierdo y un paraguas gris, con una joya en su mango.

-¿Se encuentra bien? ¿No le hizo daño?

-No, no. Muchas gracias, señor.

-Una señorita no debería estar sola a estas horas de la noche, espere que le pague un taxi.

-¡No, por favor! Yo...

-No se preocupe, el dinero no es problema.

Pues claro que no, sus zapatos parecían de piel de algún reptil de un país lejano. ¡Y además, tenía guantes! ¿Cuándo el dinero era problema para alguien con guantes?

No tuvo más remedio que aceptar ese gran favor, se lo agradeció mil veces. Pero sintió algo extraño respecto a él. Sus gestos amables y su sonrisa calmada se le hicieron extraños, falsos.

Sintió que no debió haber dicho su dirección al taxista frente a él. Se volteó a ver la acera donde la había dejado, pero ya no estaba.

La falta de orden en la vida del Doctor CalderDonde viven las historias. Descúbrelo ahora