1- Prohibido ser feliz.

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—Muerte. Fin del sufrimiento. Muerte...

  La voz del hombre, que debía de rondar la treintena, sonaba cavernosa. Ni siquiera contemplar cómo caía el rayo sobre los arbustos de rododendros silvestres, lo sacó de su abstracción.

  Las plantas brotaban a mitad de camino entre la ventana de la habitación ciento diecisiete y el bosque de abetos, laureles y cedros que rodeaba el Hotel Paradise, escondiéndolo del resto del mundo. Recién cuando el trueno rompió el silencio de la noche recordó que estaba lejos de casa, en Irlanda del Norte, y salió de ese inmovilismo. Comenzó a llorar.

—Aquí faltas tú, Alice —murmuró Pearce Ford, entre sollozos.

  Por la cabeza del hombre pasaron todas las imágenes juntas. Apenas dos semanas atrás Pearce y Alice ultimaban los detalles de su próxima boda. Durante el viaje desde Londres a esta tierra de gigantes, acordaron que a partir de la ceremonia la chica dejaría atrás su apellido, Brown, y lo cambiaría por el de él. Algo que durante mucho tiempo se negaba a hacer.

  Incluso, llegaron a sentirse casi inmortales al cruzar el puente colgante Carrick-a-Rede. Aprovecharon para jurarse amor eterno mientras caminaban por encima de él.

—Avísame si me vas a dejar plantada, cariño —le gritó la muchacha, riendo y mirando hacia abajo, en dirección al acantilado: se sujetaba de las cuerdas, apenas, ignorando el peligro—. ¡Así me tiro de aquí!

  Él, por respuesta, la acercó contra el cuerpo. Asustado, la besó como nunca. El miedo, al ser testigo de su audacia, le llegó directo al corazón. Simples filamentos y poco más la separaban de una muerte horrorosa contra las puntas afiladas o al chocar contra el mar desde esa altura.

  Así, tonteando y sin rumbo fijo, recorrieron varias formaciones rocosas que encerraban bahías dentro. En una bifurcación dieron con la senda que conducía al Paradise. Un castillo normando reacondicionado para recibir huéspedes.

  Estaba al completo. Solo quedaba libre la habitación ciento diecisiete, la misma en la que hoy se encontraba. Tuvo que suplicar para que los alojaran en ella.

—Está en reparaciones —insistía la recepcionista—. No puedo entregarle la llave.

  Al final cedió cuando él le añadió, subrepticiamente, un billete de doscientos euros al importe que figuraba en la tarifa oficial.

—Mejor vámonos, Pearce —le susurró Alice en el oído—. Este lugar emana malas vibraciones.

—¿Te das cuenta, amor, que si no nos quedamos aquí tendremos que dormir en el coche? —intentó convencerla por medio de la lógica—. Ni soñar que pueda conducir hasta llegar a casa.

—No sé, cariño, siento que cometemos un error al permanecer más tiempo en este hotel —expresó ella, con un estremecimiento.

  Pero el hombre se rio de sus aprensiones y continuó insistiendo hasta que, a regañadientes, aceptó quedarse.

LA HABITACIÓN 117 (terminada).Donde viven las historias. Descúbrelo ahora