La noche era calurosa, eran los principios de noviembre y la ciudad hervía de actividad; los carros iban estrujados en el tráfico; las tiendas no abastecían con los condensadores; las cuentas de electricidad disparaban el sueldo mínimo de una persona normal por los aires. En algún lugar del mundo, se imaginó, donde no existiera el dinero o el poder era ese el sitio donde habitaría la paz.
La casa estaba conformada por terciadas de madera unidas entre sí con clavos y algunos cartones gruesos, el techo era de zinc grueso y por el cual el calor era más intenso por las tardes. No había piso, sólo tierra roja y húmeda, con malas hierbas creciendo de vez en cuando al pie de la cama sucia y sin cabecera. El colchón era la única cosa de la cual no había podido quejarse, regalo de un viejo alcalde que recorrió los parajes de su bañado una fría mañana de julio.
También tenía una ventana, puesto que termitas habían carcomido la madera. Por ella podía observar el flujo de movimiento, intenso y apretujado, nunca era uno calmo o tranquilo. A excepción del mes de febrero, cuando los de la clase alta iban de vacaciones a naciones más tropicales y paradísiacas, allí casi no veía coches o motocicletas pero de igual forma, los pobres, como ella tenían que seguir recogiendo las pestes y basuras del río que bordeaba sus viviendas, al menos ella trataba de limpiar lo poco que podía debido a que sus padres tenían un oficio desconocido para ella y nunca le había formulado la pregunta por miedo a un severo castigo. En fin, la ventana era su parte favorita; las noches colmadas de estrellas y el amanecer era precioso, con colores dispersados por un infinito cielo sonrosado y pálido.
No había electricidad, por supuesto, gente como su familia no ganaban más de cinco mil guaraníes por día, algo que en su país no representaba siquiera un dólar. Eran pobres, ella lo sabía y su estilo de vida no le permitiría decir lo contrario. No tenían televisor, heladera o aire acondicionado. Odiaba el verano, odiaba el invierno porque hacía demasiado calor o demasiado frío, no existía una temperatura media, o llegaba a los 40 grados o a los 10, cosa que para ella representaba un frío inefable. Sus profesores de la precaria escuela donde asistía la reprendían en las mañanas de invierno, le decían que nunca prosperaría si no sabía soportar un frío tan nimio, que había gente que tenía -40 grados en su país. Ella solo podía imaginarse a esos seres como extraterrestres.
Cuando terminó de lavar las ropas en un estanque de aguas marrones cercana al hogar, vio la espuma blanca y abundante, marcharse en la corriente, rumbo al río. Se sintió culpable por estar ensuciando todo eso, pero era algo que estaba obligada a hacer, su madre la castigaría si no lo hacía y sus hermanos mayores sólo le dirían que era una estúpida por pensar en bobadas como esas. Los periódicos no paraban de fotografiarlos a ellos y a sus casas que eran adefesios y le sacaban la belleza al paisaje ciudadano. Fotografiaban todo: el interior de su hogar, a los que bebían cocido con pan duro en la vereda, a los que quedaron abandonados a su suerte durmiendo en trozos de cartón, a los niños que vivían en casas aledañas, niños enfermos de morenas pieles, pies llenos de piques y en una situación de vida desesperante. A los jóvenes chespiteros que consumían droga como su pan de cada día y robaban sin cesar en las calles ocultas y oscuras.
Vivían en una porción cercana a la avenida que lindaba con el mounstroso río, cerca de la élite asuncena, muchas familias habían decidido quedarse ahí y la suya no hizo más que seguir la corriente, era por eso que los ciudadanos los odiaban. Ella se moría por decirles lo contrario a esas personas que los atacaban por estropear su imagen citadina, moderna y elegante, a los diarios que escribían sobre ellos cada día en alguna de las primeras secciones, que ella no era igual a su rota y grotesca familia, ella quería escapar pero no conocía los riesgos que habían en el microcentro y más que había mucho que recorrer si trataba de salir por completo de la zona donde se habían asentado recientemente las personas que huyeron de las aguas que inundaron sus viejos hogares al borde del río, personas que eran pobres como ella misma. Y de esas personas sólo conocía unas cuantas que le parecían trabajadoras y amigables. El resto era una horda de gente horrible, sedienta de atención por parte de la ciudadanía, gente que no movía un solo dedo esperando la solidaridad de los habitantes de la clase media que a su vez tampoco tenían demasiado dinero. También los odiaba y ellos la odiaban a ella.