En ese preci(o)so instante apareciste tú.

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Aunque cualquiera podría haberlo adivinado fácilmente, yo no tenía ni idea de qué me pasaba aquella noche por la cabeza.

Sólo sé que por un instante dejaron de parecerme tan estúpidas las historias de amor, y esas canciones que hablan de dos.
Sólo se que de repente me apetecía tener a alguien con quien poder tumbarme en un césped una tarde
y ver el atardecer desde un sitio tan alto que los miedos no pudieran alcanzarme.

Y allí poder hablar de cualquier cosa, alejados del mundo.
contar chistes malos y reírnos como idiotas,
pero también hablar de nuestras mayores preocupaciones,
esas que nos atormentan cada noche y se reflejan en las ojeras de la mañana siguiente.
Tocar temas tan profundos como la existencia de Dios o qué habrá más allá de la muerte, hablar de esta maldita sociedad, y de cómo cambiaremos el mundo.
Recordar los momentos más dulces de nuestra infancia, y que la luna vea como nos brillan los ojos cuando hablamos de las personas a las que queremos.
Contarle anécdotas divertidas
que solo me hacen gracia a mi
(y a mis amigas)
y que nos salgan agujetas en los abdominales de tanto reirnos de nosotros mismos.

Y cuando el atardecer deje paso a la noche, observar las estrellas y enseñarle las constelaciones.
Que nos de frío, y nos peleemos entre risas por ver quien se queda la manta,
pero que al final decidamos compartirla, aunque sea demasiado pequeña
y no nos tape los pies.

Que cerremos los ojos y nuestras palabras tengan cada vez menos sentido
y que en el último suspiro,
justo antes de quedarnos dormidos,
sepamos que lo sentimos todo
sin necesidad de decírnoslo.

En ese preciso instante apareciste tú, interrumpiendo mis ensoñaciones, para decirme alguna tontería intrascendente.
Y tal vez,
y
solo
tal vez
se me escapó una sonrisa,
pero eso es algo que jamás admitiría
un corazón como este.

Las cartas que jamás enviaré.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora