La verdad

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El español estaba agotado, llevaba unas cuantas horas limpiando el desastre que había en el camarote del capitán y aún le quedaban algunas cosas por ordenar. Antonio jamás se habría imaginado que al abrí la puerta del cuarto que resolvería todas sus dudas se encontraría con todo tirado en el suelo, todos los libros de la estantería rotos y repartidos por las cuatro paredes junto con algunos mapas y botellas.

-La Virgen...- Suspiro, cayéndole una gotita de sudor, cuando fue consciente de que, sí, aquello era el camarote de Arthur. De el impecable y siempre ordenado Arthur Krikland.

Todo parecía estar destruido o sucio, como si un animal rabioso hubiera entrado allí o hubiese habido una pelea a muerte. Pero ahí nadie había entrado excepto el rubio, por lo que Antonio no tardo en deducir que había sido este el causante de semejante caos. La cuestión era ¿Qué podía haber sacado tanto de quicio a Arthur para que hiciera aquello? Esa fue la pregunta que se paso toda la tarde, mientras limpiaba, en la cabeza del excapitán.

Estaba sofocado, y no solo por el olor a cerrado que había ahí, sino también por tener que colocar de nuevo el escritorio y las sillas que se encontraban tiradas de mala manera sobre la madera. Antes no le habría supuesto mucho esfuerzo, pero desde que estaba en ese barco había perdido mucha fuerza y peso. Estaba débil, pero no solo físicamente, sino también moralmente.

Sentado sobre el escritorio, para recobrar un poco el aliento, pudo ver por el ojo de buey que ya había anochecido (menos mal que encendió unas cuantas velas antes) y que seguramente le quedarían unos pocos minutos para acabar la tarea antes de que Arthur llegará para comprobar el trabajo. Asique se levanto con pereza para terminar de colocar algunas cosas en los cajones y baúles que habían sido arrojados a la otra punta del camarote.

Ya le faltaba poco por ordenar cuando algo, en el ultimo cajón del escritorio (y único que no había sido arrojado) se encontró una caja de metal duro, o eso pensó él de lo dura que era la cajita. Estaba en perfectas condiciones lo cual le sorprendió todavía más porque el resto de cosas estaban hechas unos zorros. ¿Y si ahí estaban las respuestas a sus preguntas? ¿Y sí hay estaba aquello que hacía actuar tan raro a Arthur? Sin quererlo, le empezaron a temblar las manos por la sensación de estar ante algo muy importante, algo que podría cambiarle la forma de ver las cosas o la situación que tenía en ese momento.

Antonio se debatía entre abrir la cajita y quedar como un cotilla o dejarla ahí y quedarse con la duda. Cuando quiso darse cuenta, ya la estaba forzando con un abrecartas que había por ahí. Total, si lo hacia rápido, el rubio no tenía por que enterarse. Además, tampoco podía ser muy malo lo que hubiera ahí dentro...

No tardo mucho en abrirla, aquel pirata no era el único experto en forzar cerradoras, sobre todo aquella que era diminuta. Sus ojos verdes centellearon al encontrarse unos cuantos papeles, exactos a los que solía leer el inglés repetidas veces y una botella de vete tu a saber que contenido. Eso sí, parecía bastante exótico, como traído de otro continente, quizá de la India o de un sitio de esos. Se quedo unos segundos mirando los papeles, sin estar todavía seguro de querer saber lo que contenían.

Se sentó pensativo en el lugar que le correspondería al capital y se cruzo de piernas mientras abría la exótica botella y tomaba un trago, uno pequeño para que el rubio no se diera cuenta de que había bebido de ella y de que había descubierto esa caja.

El español estaba ya decidido a leerlo pasara lo que pasara cuando, por ironías del cruel destino, oyó unos pasos que venían del pasillo. Era él. Tomo un ultimo traguito, lo cerro y volvió a meter todo en la caja, a excepción de una de las hojas (que se metió en el bolsillo del pantalón) y cerro el cajón en sincronía con la puerta que se abría.

Océano de Esmeraldas (Hetalia/Yaoi)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora