Era un día soleado, nada tormentoso, cuando decidí fijar mi vista en uno de los tantos planetas. Con mi inmaculado dedo lo señalé arbitrariamente, cansado de la paz que reinaba en el caos infinito.
Este en especial resplandecía, era hermoso, bien logrado. El esfuerzo que se había puesto en él se veía colosal. Todos los que allí vivían se destacaban personas de bien, progresistas, dispuestos a un objetivo por el bien común. Fue ahí cuando decidí su futuro, orgulloso de mi increíble pensamiento por haber ideado tal hilo argumental.
Lo primero que hice fue sentarme a observar desde mi trono en posición inamovible. Mis ojos bien abiertos, mi corazón de oro latiendo excitado en mi pecho y la sutil (no) sonrisa del tiempo plasmada en el mapa de mi rostro. El frío de la eternidad me azotaba sin piedad, pero ante tal espectáculo, una brisa nocturna no me haría desistir de mi objetivo. Aguardé. Pasaron días, meses, milenios, eones... La brisa seguía soplando en mi rostro, pero mi voluntad no sería indispuesta nunca.
El planeta se había convertido en algo distinto. No era lo mismo, no era aquel planeta que hace eones había señalado como uno de los más hermosos de la galaxia. En mi pecho se extendió un suave manto de tristeza. La sutileza de millones de acciones combinándose lo habían convertido en algo abominable. Una lagrima estuvo a punto de escapar de mis orbes, pero receloso la contuve, no queriendo formar otra desgracia como aquella. Me invadió la furia, la indignación de tales actos despreciables como los que estaba viendo. ¿Cómo osaban a interrumpir el silencio perpetuo de la galaxia que había designado hacia un inicio de la creación? Busqué refugiarme en mis sentimientos más primitivos, pero todo me llevaba al mismo punto: la tristeza de la pérdida. El saber que nada volvería a ser como antes, que no existía la pureza de mi cuerpo en ellos me hizo cerrar mis párpados, meditando por primera vez ante todo esto.
Humanos...
Cuando abrí mis ojos, en ellos se vio reflejado el fuego de la traición, la deslealtad, la discordia, la mentira y las desventuras. El planeta ardía en llamas, desamparado. Entre aquel espíritu santo pude ver una única figura, arrodillada, llorando su pérdida. Era la última criatura existente de aquellos que antes solían velar entre sí. Al ver al ser desgarrado, sollozando entre escombros, mi corazón de oro pareció fundirse.
¿Por qué había sucedido todo esto? ¿Por qué? Había sido tanto tiempo, a pesar de haber sido tan solo un parpadeo para mí, que parecía haber olvidado... Vi al ser, con lagrimas inundando su alma. Era puro, como yo. Solo anhelaba su pasado mundo. ¿Por qué estaba sufriendo aquel pequeño pedazo de materia?
«He perdido mi mundo, he perdido lo que soy, he perdido todo».
Su alma parecía no tener consuelo. Me pregunté quién le habría hecho tanto daño, por qué el planeta estaba entre escombros, por qué habían dejado a tal engendro solo... Ah, olvidadizo Supremo, los organismos cambian. Evolucionan. Los especímenes adquieren conocimientos, se vuelven prepotentes. Se creen amos y señores del universo. Pretenden ocupar mi puesto, cuando no pueden ni con sus consciencias. Está en su naturaleza, cambiar... para mejor o para peor. La vida no es constante. La vida es un misterio ante sus pequeñas y cerradas mentes. Nunca sabrían por qué suceden las cosas. Sin embargo, como Supremo, sentado en mi trono imponente, sí que lo sabía. Hay bien, y hay mal. No es una sorpresa que esto sucediera.
Finalizado ello, luego de eones, decidí cambiar mi estado. Levantándome del trono que yo mismo me había concedido, miré a mi alrededor con sabiduría, hasta que me volví a concentrar en el que alguna vez fue uno de mis planetas favoritos, y ahora era nada. Era polvo, aún metafóricamente. Al ver a la criatura que parecía empezar a quedarse dormida, destrozada por dentro, decidí apiadarme de su vida. Con mi impoluta voluntad, soplé, reduciendo el planeta a cenizas, y convirtiendo al ser en una de las brillantes estrellas en toda la galaxia.
Al final, en la vida, todos serían reducidos a nada, inevitablemente. Todos estaríamos condenados. La materia no se destruye, solo se transforma. Así como cambia un ser interiormente, así como los millones de años de evolución los llevan a transformarse radicalmente, y se distorsiona el plano de la realidad, prevaleciendo esta eternamente. La vida inicia como algo hermoso, e inevitablemente, termina; al igual que sucede con la evolución a lo largo del tiempo. Todos estamos sentenciados a convertirnos en polvo de estrellas, vestigios de lo que una vez fue hermoso, y ahora es nada.

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Caída
CerpenY tú, ¿lograrás sobrevivir a la caída? Libro de relatos cortos. No se permiten copias y/o adaptaciones. Registrado en Safe Creative bajo el código: 1407181492140