I.
La lluvia visitaba los edificios de Fornópolis las veinticuatro horas del día. Montañas jubiladas rodeaban la ciudad; llevaban desde el año dos mil usando las tardes para jugar al dominó mientras nos criticaban (el pico Terafné siempre ganaba las partidas). Truenos, centellas y sonidos crujientes besaban con lengua las fachadas y las ventanas del pueblo. Antenillas y alambres en forma de rama las desviaban y las llevaban a la Gran Estrella del centro de la ciudad, que acumulaba sus energías. Y desde que las cucarachas se fueron a crear su propio país, los engranajes vagan libres por toda la urbe, acompañados por las luces de neón a las que dan vida.
Francisco Escudo y sus dos mejores amigos, el João y la Rosa, venden aceite de máquina cerca del Puente de la Falla, cuando don Paralusu XXII, el cazador de nubes blancas, se les acerca. Les recuerda que a la tarde se pasen por el taller, que se le acaba el saldo de vidas. Escudo asiente con la cabeza, y don Paralusu retoma su camino saltando los charquitos, luego trascorre el puente hacia el otro lado de la falla. Los papás llaman a sus muchachos a comer, y los tres van despavoridos a sus casas.
Don Paralusu recibe visitas ruidosas a eso de las seis de la tarde. Pone en marcha los engranajes de la entrada para que los chicos puedan guiarse. El taller era una de las casuchas metálicas pegadas a las paredes del hueco de la falla. Los muchachos habían tenido que bajar por esas escaleras poco amistosas desde arriba. Sus chanclas despiertan a varias rocas ya desde el portón. El inventor los recibe con tazas de té de flores y se acerca a su escritorio a preparar la nueva maravilla. El inventor extiende los brazos hacia la maquinaria que empieza a iluminarse frente a él mientras clama con alegría:
–Para vosotros, mis muchachos, que sois esperanza concentrada. Esperanza ardiente y enfurecida. Jamás lo olvidéis.
En Fornópolis la esperanza estaba prohibida. Había sido erradicada de forma lenta de las mentes, del genoma de las personas en la ciudad. Cada diez años apenas aparecían uno o dos bebés con restos de esperanza en sí, pero los soldados rotos que quedaron de la Reorganización los tiraban por la Falla. Esta década era afortunada: don Paralusu había encontrado a tres, y a los tres juntos. No pasaba algo así desde el Verano de Cero Hojas del 2403.
Don Paralusu XXII, antes de hacerse polvo, les dijo en voz bajita:
–El momento será cuando encontréis el amor.
La mamá de Fran, mala disimuladora, llegaba detrás de los chicos. Empezó a ser oída al menos desde su casa, cuando se quejaba de que el nene desapareciera.
–Me cagüen diola, que ya estás fantaseándome al niño otra vez, Lusu. Ni la esperanza está prohibida ni tiramos niños por la Falla, coño. No traigas a la memoria cosas negras. Y además...
A mitad del sermón, sin embargo, don Paralusu se volvía humo. Nadie quería oír las regañinas de la mamá de Fran. Ninguno se preocupó por él, aparecería en un rato fingiendo que era Lusu el XXIII.
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Los caminos hacia Marutá (Edición 2016) [Completo]
Fantasy«Fui a Eirre una vez y oí mil nombres, pero entre todos ellos siempre el que más saliva dejaba era Marutá. Permanecí en aquel lugar para intentar saber por qué lo mencionaban tanto, qué le veían. Me introduje tanto en su mundo que formé parte del mi...