Dedicado a las persianas

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Viene a sentarse allá, justo donde está la persiana más apuñalada por la luz del sol

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Viene a sentarse allá, justo donde está la persiana más apuñalada por la luz del sol. Está uno de esos días en los que se dedica a producir en masa las sonrisas del siglo. Cuando empieza a hablar, se le vuelve negro el cuerpo. Que si estás bien, que si todavía te gusta el arroz y si aún quieres saber cómo sería el mundo con el cielo abajo. Os quedáis largo rato cosiéndoos miradas, hasta que se termina la hora y él tiene que levantarse. A pesar de que ya se ha ido, su aroma mantiene de rehén al aire durante al menos tres milenios. Silvio Rodríguez canta en alguna casa del mundo:

Ojalá pase algo que te borre de pronto. Una luz cegadora, un disparo de nieve [...] Para no verte tanto, para no verte siempre en todos los segundos, en todas las visiones. Ojalá que no pueda tocarte ni en canciones.

Pides al chico de la limpieza que se vaya a descansar y cuando sale ocultas la casa con mantas de rabia. De camino al jardín te descalzas, y los pies se te contentan con el sabor a tierra húmeda. El muchacho sí que cuidaba bien esta parte de la casa... Buscas las minas del rey Salomón detrás de los helechos del fondo y abres la puerta con llaves forjadas a lágrimas. En lo profundo de la cueva, vallado por cortinas de agua, se encuentra la tabla con las verdades de tu universo. Nunca sabes qué pone, pero debe de hablar de los amores de porcelana y otras cosas frágiles.

Te retienes leyendo letras que no entiendes y a la hora se te cansan los ojos. Te quedas dormido sobre la tierra húmeda, y mosquitos cargados con malicia zumban alrededor de tu oído toda la noche. Recitan riendo, con vocecillas agudas: «Perdona, aquí en la calle no. Lo siento», «Mejor que mi madre no se entere», «Preferiría que no quedásemos en el pueblo». Sábanas de frío te atropellan hasta que en la cabeza te va retumbando poco a poco la melodía de La vida de un chico.

El chico de la limpieza aparece, a eso de las ocho de la mañana, para despertarte. Viene con una bandeja de café con leche y tostadas. Le recriminas, mientras te lo tomas, que sabe que esas cosas te recuerdan a él, y que él está prohibido en la casa durante todo el mes, menos un día, que ya había sido ayer. Él simplemente se queda con los brazos cruzados por detrás y se marcha al patio tras una reverencia y dos muecas de tristeza distintas.

Le das los buenos días al jardín. Miras hacia arriba. «Y otro mes más sin él».

–Señor, ¿le ha preguntado alguna vez si le va bien la vida?

–¿A él? Qué va. Me haría trocitos si me dijera que sí, que le va bien, que tiene niños o algo.

–¿Sabe usted? Hay veces que las cosas se rompen y no se pueden arreglar. Mire, esta ramilla, por ejemplo, ha sido magullada por el viento. Ya casi no respira, y menos va a crecer. La planta se ve algo fea con ella, ¿no? Bien, pues la arrancamos..

Y el mundo parece ralentizar un poco entonces.

–Ahora crecerá una rama aún más fuerte, más verde y más viva, pero siempre una rama diferente. ¿No lo cree así? Igual que la persiana del salón, que tenía una placa rota cuando la cambiamos, consiguió evitar que nos invadiera tanta luz solar, ¿no?

–Esa oscuridad me ha ayudado mucho, nunca se lo dije a las persianas, la verdad.

Entonces él le mira con confianza y dice:

–Pues se te está alargando la lista de tareas. Aparte de elegir una persiana, tienes que elegir un color.

–¿Un color?

–Sí, llevamos con este color pálido desde que se fue aquel muchacho, y creo que te sentaría bien cambiarlo. Por eso te he preparado un espectro natural.

–¿Un espectro nat... ? No será –te das la vuelta y caes en la cuenta de la cromatía del jardín.

–Pero, chico, no habrás hecho todo esto para elegir pintura sólo...

–Tenía más gracia así, y, además, así dejas de ver sólo la cueva arenosa oscura.

–Muchacho, qué vergoña. Que yo soy muy indeciso, voy a tardar un siglo en ver y elegir una entre tantas.

–Bueno, deberías pensar en ir marchando al trabajo ya, también. Esto lo puedes dejar para luego, que no es prioridad, eh.Después de una palmadita en el hombro vuelve a sus tareas del jardín. Tú sigues sin saber su nombre. La imagen de él, de espaldas, cuidando las plantas, con un cielo azul intenso de fondo, se te grapa en la mente. La vida de un chico suena cada vez más fuerte, el polen parece un altavoz. Te acercas un poco y notas que las plantas le ríen los chistes. En esas lo pillas elaborando la sonrisa del milenio. Y te acuerdas por última vez de él, de las cosas buenas despezadas, de los caminos que ni nacieron, de los temores injustos y de todos los besos a escondidas en los tramos de las escaleras. Empiezas a pensar en Él, en vuestras posibles escapadas a Nunca Jamás, en todos los futuros besos en la playa y en las noches tibias gobernadas por un espiral lunar que os llamará tahulladamente «cursis».

–León, ¿todavía no te has vestido? Que llegas tarde.

Se levanta y va a entrar a la casa. Y, tras un rato empanado, corres a detenerle.

–¿Tú cómo te llamas?

–¿Yo? Tomás, Tomás Tifón.

Es entonces cuando te fijas en el pelo largo, los ojos negros y la piel blanca. ¿Pero cómo no lo había visto? ¿Qué estaba pasando ahí? ¿De verdad había dicho que ése era su nombre? El impulso te llevaba a sacar el teléfono y llamar a Siempreluz mientras lanzabas el hechizo de bloqueo.

¿A qué jugaba el mundo, ahora que tenía una deuda pendiente con las persianas y con el hombre que pretendía devolverle la sonrisa?

Los caminos hacia Marutá (Edición 2016) [Completo]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora