Nunca te rindas.

20 0 0
                                    

Así, después de un mes del viaje a la playa, en el que mis padres no hicieron más que pelearse, su divorcio fue definitivo. Ya no se aguantaban más, de milagro podían verse las caras sin matarse con palabras. Y lo hicieron definitivo después de un largo proceso judicial que los dejo a los dos exhaustos, y a nosotros, los niños, confundidos (especialmente a mi hermano mayor, que era el que más "comprensión" tenía en ese momento).

Para cuando se acabó el proceso judicial, llevaba un año sin los medicamentos que me tenían aletargado y sin mis funciones normales, por lo que mi cuerpo fue comenzando a hacer lo que no había hecho hasta ese momento: funcionar por su propia voluntad. Aprendí a gatear en poco tiempo,aunque ya era el momento por que tenia casi dos años ¡y ni siquiera había comenzado a moverme en la cuna por los supresores neuronales que le ponían a mis medicamentos contra la epilepsia (y el desarrollo)! Así, porque mi pequeño cuerpo lo quería y algo dentro de mi lo requería, comencé a gatear y a balbucear muy felizmente, lo que hacía que todos quisieran ponerle atención al niño regordete que se movía sin cesar.

Así, entre visitas que me miraban y cargaban, me fui desarrollando bien y sin mayores percances que vivir sin mis dos padres en una misma casa. Como a los tres años no recordaba la cara de mi padre, y es que normalmente el se encontraba ocupado con la empresa que estaba creando, o mi mamá le ponía alguna excusa para que no nos viera ni a mi hermana ni a mi. A esa misma edad entre a un jardín infantil llamado "Nueces y Pistachos", donde recuerdo que pasaba muy buenos días jugando con mis compañeritos, corriendo por toda la casa entre miradas muy atentas por parte de las profesoras.

Sólo recuerdo dos veces en las que mi papá fue a recogerme en ese jardín. La primera vez, llegó en Transmilenio, ya que por ahí cerca había una estación. Fuimos a comer un helado, pero como yo estaba nervioso al no recordarlo, pedí el cono más barato que había (me daba pena que le cobrarán el helado a mi mamá y ella me regañara por no saber con quién me había comido ese helado) y regué casi la mitad. Esa vez casi no hablamos, pero si caminamos bastante. La segunda vez tuve un poco más de confianza, pero mi papá me llevo a comer un mango biche cerca a la casa donde vivíamos con mi mamá, que era por la 118, en un barrio llamado La Alhambra. Nos comimos el mango biche en un parque, mientras yo le contaba a mi papá cosas por el estilo de mi color favorito. Paso bastante tiempo antes de que lo volviera a ver.

A los 6 años entre al San Mateo Apóstol, un colegio que quedaba bastante lejos de mi casa, y donde hice Transición, Primero y Segundo. Recuerdo que el primer día de clases estaba nervioso porque no sabía cómo iban a ser mis compañeros. Pero apenas me subí al bus, descubrí que uno de mis futuros compañeros vivía a una casa de distancia. Su nombre era Johan, y fue el primer amigo que tuve en el colegio. Me la pasaba casi todo el tiempo con el, y hablábamos de todo, porque todavía teníamos mucho que contarnos. Como vivía a una casa de distancia, nuestras mamás también se hicieron amigas y nos veíamos todos los días en la casa de alguno de los dos para hacer tareas.

Una vez, Johan me invitó a su fiesta de cumpleaños, que cayó un domingo. Como era de esperarse, fui el primero en llegar, y a la hora exacta que decia la invitación. Durante el día, lo pasamos increíble y me reí como no lo había hecho en mucho tiempo. Pero, a eso de las seis me puse a llorar descontroladamente: ¡no había hecho la tarea! (La mejor manera que tenía para que me pusieran atención era ser el mejor en el colegio, ya que mi hermano, al ser el mayor, era al que le ponían tareas de "grandes", además de ser deportista, y mi hermana era la bebe de la casa por ser la única niña, y ser la menor)

Mi mamá, que estaba en la fiesta, fue hasta la casa y volvió con la única tarea que tenía, y que estaba hecha con absoluta pulcritud en mi cuaderno. Me calme y seguí jugando como si nada. Al día siguiente descubrí que había hecho la tarea incompleta y que ni mi mamá ni yo nos habíamos dado cuenta. La profesora, para mi sorpresa, se hizo la loca y me puso una nota perfecta, a pesar de que m hacia falta un punto. Me pareció raro, entonces le comenté y le mostré, pero aún así me dejó el 100. Yo mismo cambie la nota, ya que no me parecía correcto y, en la noche, cuando mi mamá me regañó por haberlo hecho, no pude hacer nada más que llorar. En ese momento no sabía por qué lloraba, pero aún así lo hice.

Historia de un filósofo empedernidoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora