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Tenía yo entonces dieciséis años. Era en el verano de 1883. Vivía en Moscú con mis padres, que tenían alquilada una dacha cerca a Kaluzhskaya Zastava, frente al parque Nieskuchni. Me estaba preparando para ingresar en la Universidad, pero estudiaba muy poco y sin afanes.
Nada se interponía a mi libertad. Hacía lo que quería, sobre todo desde que me había liberado de mi último preceptor francés, que por nada del mundo podía convencerse de que había caído en Rusia comme une bombe, y se pasaba los días tumbado en la cama, con un gesto de mal humor. Mi padre me trataba con una cariñosa indiferencia; mi madre apenas si me hacía caso, a pesar de ser yo su único hijo: la consumían otras preocupaciones. Mi padre, joven aún y muy atractivo, se había casado con ella por interés; ella era diez años mayor. Mi madre llevaba una vida muy triste: siempre sobresaltada, consumida por los celos, se desesperaba, aunque nunca en presencia de mi padre, a quien le tenía mucho miedo, y él se mantenía siempre severo, frío, distante...
No he visto jamás a otro hombre más refinadamente tranquilo, soberbio y dominante.
Nunca olvidaré las primeras semanas que pasé en la dacha. El clima era espléndido; nos habíamos trasladado de la ciudad el 9 de mayo, el día de San Nicolás. A veces salía a pasear por el jardín de la dacha, o por Nieskuchni o Kaluzhskaya Zastava. Me llevaba algún libro, el manual de Kaidánov, por ejemplo; pero lo abría muy rara vez y prefería recitar versos en voz alta; sabía muchos de memoria. Me hervía la sangre y sentía una presión en el corazón –era una sensación dulce y ridícula–: estaba a la espera de algo y al mismo tiempo sentía temor. Me maravillaba por cualquier cosa y permanecía como a la expectativa; mi fantasía revoloteaba y se lanzaba veloz alrededor de las mismas imágenes, igual que los vencejos se lanzan al amanecer alrededor del campanario. Me quedaba pensativo, triste y hasta lloraba; pero incluso a través de las lágrimas y de la melancolía que me transmitía un verso melodioso o la hermosura de un atardecer, la feliz sensación de una vida en pleno ardor juvenil se abría paso como la hierba primaveral.
Tenía a mi disposición un caballo de montar. Yo mismo lo ensillaba y me iba solo al galope hacia cualquier lugar apartado, e imaginaba que era un caballero en una justa (¡qué alegre soplaba el viento en mi oídos!) o, con la cara levantada al cielo, sentía que el alma se me llenaba con su luz deslumbrante y su azul inmenso.
Recuerdo que por aquellos días casi nunca aparecía en mi mente la imagen de una mujer con los rasgos definidos, como tampoco el espejismo del amor femenino; pero en todo lo que pensaba, en todo lo que sentía se ocultaba el presentimiento de algo nuevo, lleno de una inefable dulzura, algo femenino, de lo que era sólo consciente a medias y hería mi pudor...
Este presentimiento, esta espera anhelante se había adueñado de todo mi ser: lo respiraba, corría por todas mis venas con cada gota de sangre... El destino quiso que se materializara muy pronto.
Nuestra dacha constaba de una vivienda señorial construida en madera, con columnas, y dos alas muy bajas. En el ala izquierda funcionaba una minúscula fábrica de papel barato para empapelar. A menudo me acercaba a ver cómo decenas de niños escuálidos y desgreñados, con unos delantales grasientos y las caras macilentas, saltaban una y otra vez para encaramarse a unas palancas de madera que a su vez presionaban el marco cuadriculado de la prensa y de esa forma, con el peso de sus cuerpos enjutos, imprimían en los papeles los dibujos de vivos colores. La pequeña ala derecha estaba vacía y estaba en alquiler. Un día, unas tres semanas después del 9 de mayo, en esta ala se abrieron las contraventanas, y en las ventanas aparecieron algunos rostros femeninos. Una familia se acababa de instalar allí. Recuerdo que ese mismo día, a la hora de comer, mi madre preguntó al mayordomo quiénes eran nuestros nuevos vecinos y, entonces, al oír el apellido de la princesa Zasekin, exclamó al principio con algo de respeto:
–¡Ah! una princesa ... –pero agregó enseguida: seguramente será una princesa venida a menos.
–Han llegado en tres coches de alquiler –informó el mayordomo, mientras servía respetuosamente un plato–. No tienen carruaje propio, y los muebles son de lo más baratos.
–Sí –observó mi madre–, no obstante, será mejor.
Mi padre le lanzó una fría mirada, y ella guardó silencio.
En efecto, no era posible que la princesa fuera una mujer rica: el ala de la dacha que había alquilado estaba tan maltrecha y era tan pequeña y bajita, que nadie medianamente acomodado aceptaría vivir ahí. Sin embargo la verdad fue que en ese momento no le presté mucha atención a nada de eso. Al título principesco tampoco le di ninguna importancia, pues hacía poco había leído Los bandidos de Schiller.

El primer amorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora