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Después de la comida se reunieron otra vez las visitas, y la joven princesa salió de su cuarto. Estaba presente todo el grupo, como aquella tarde inolvidable para mí. Hasta Nirmatski apareció. Maidánov fue el primero en llegar: traía unos versos nuevos. Volvimos a jugar a las prendas, pero ya sin las singulares inventivas de la otra vez, sin las diabluras ni la algarabía; desapareció asimismo la nota gitana. Zinaída le dio un nuevo giro a nuestra reunión. Yo, en calidad de paje, ocupaba un sitio a su lado. Entre tanto, ella había propuesto que al que le tocara pagar prenda que contara un sueño. Pero la cosa no cuajó. Los sueños no eran interesantes (Bielovsórov vio en sueños que le había dado de comer peces de colores a su caballo, y que la bestia tenía la cabeza de madera), o, por el contrario, eran fantásticos, inventados... Maidánov nos brindó toda una novela: con bóvedas sepulcrales, ángeles tañendo la lira, flores parlantes y sonidos que llegaban desde muy lejos. Zinaída no le dejó acabar, y dijo:
–Si se trata de inventar, que cada uno cuente algo, pero a condición de que sea inventado.
Debía empezar Bielovsórov. El joven húsar se confundió.
–¡No se me ocurre nada! –exclamó.
–¡Pero si es muy fácil! –aseguró Zinaída–. Imagínese, por ejemplo, que usted está casado, y cuéntenos cómo pasaría el tiempo con su esposa. ¿La encerraría usted?
–Claro que la encerraría.
–¿Y se quedaría a su lado?
–Desde luego, me quedaría a su lado.
–Espléndido. Bueno, ¿y si eso la aburriera y ella le fuera infiel?
–La mataría.
–¿Y si se fugara?
–Le daría alcance o igual la mataría.
–Bien; supongamos, por ejemplo, que su esposa fuera yo, ¿qué haría usted entonces?
Bielovsórov guardó silencio.
–Me suicidaría...
Zinaída se echó a reír.
–Por lo que veo, tiene usted mano dura.
La segunda prenda era de Zinaída. Alzó los ojos al techo y se quedó pensativa. Por fin comenzó:
–Pues bien, escuchen lo que yo he inventado. Imagínense un suntuoso palacio, una noche de verano y un baile extraordinario que da la joven reina. Todo es oro, mármol, cristal, sedas, luces, brillantes, flores, aromas, todos los caprichos del lujo.
–¿A usted le gusta el lujo? –la interrumpió Lushin.
–El lujo es bonito –asintió ella–, yo amo todo lo que es bonito.
–¿Más que lo bello? –interrogó él.
–Eso es muy complicado, no le entiendo. No me moleste. Así pues, el baile era maravilloso. Infinidad de invitados, todos son jóvenes, hermosos, valientes, y todos están perdidamente enamorados de la reina.
–¿Entre los invitados no hay mujeres? –se interesó Malievski.
–No... o aguarde, sí las hay.
–¿Todas son feas?
–Son encantadoras. Pero todos los hombres están enamorados de la reina. Es alta y esbelta...luce una diadema de oro en sus cabellos negros.
Miré a Zinaída: en ese instante me pareció que estaba muy por encima de todos nosotros, su frente blanca y sus cejas serenas irradiaban tanta inteligencia cristalina y tanto señorío, que pensé "Esa reina eres tú".
Zinaída continuó:
–Todos la rodeaban, todos le ofrecían las frases más aduladoras.
–¿Y a ella le gusta la adulación? –preguntó Lushin.
–¡Qué insoportable! no hace más que interrumpir... ¿A quién no le gusta la adulación?
–Otra pregunta, la última –propuso Malievski–: ¿Tiene marido la reina?
–No lo había pensado siquiera. No, ¿para qué hace falta el marido?
–Claro –respondió Malievski–, ¿para qué el marido?
–¡Silence! –exclamó Maidánov, que hablaba mal el francés.
–Merci –le agradeció Zinaída–. Pues bien, la reina escucha esas frases, escucha la música, pero no observa a ninguno de sus invitados. Seis ventanales están abiertos de par en par, desde el techo hasta el suelo, y detrás el cielo oscuro con grandes estrellas y un jardín oscuro con grandes árboles. La reina mira al jardín donde, entre la arboleda, hay una fuente: la fuente resplandece en la penumbra, y es larga, larga como un fantasma. A través de las voces y de la música la reina percibe el silencioso chapoteo del agua; ella mira y piensa: todos ustedes, señores, son nobles, inteligentes, ricos, me han rodeado, aprecian cada palabra que pronuncio, todos están dispuestos a morir a mis pies, yo soy su dueña... y allá, junto a la fuente, junto al agua que chapotea, me está esperando aquel a quien yo amo, mi dueño es él. No viste un traje regio, ni luce piedras preciosas, nadie lo conoce, pero él me espera y está seguro de que yo iré, y yo iré, y no hay fuerza que pueda detenerme cuando quiera ir a su encuentro e internarme con él en la penumbra del jardín, arrollados por el susurro de los árboles y el murmullo de la fuente...
Zinaída enmudeció.
–¿Eso es... inventado? –interrogó Malievski con malicia.
Zinaída ni se dignó mirarlo.
–¿Qué hubiéramos hecho, señores –habló de pronto Lushin–, si encontráramos entre los invitados y conociéramos la existencia de ese afortunado de la fuente?
–Espere, espere –interrumpió Zinaída–, yo misma diré lo que hubiera hecho cada uno de ustedes. Usted, Bielovsórov, lo habría desafiado; usted, Maidánov, le escribiría un epigrama, aunque no, usted no sabe escribirlos; le habría dedicado unos yambos extensos, como los de Barbier, y publicaría su obra en El Telégrafo. Usted, Nirmatski, le hubiera pedido prestado... no, le habría dejado dinero con intereses; usted, doctor... –se detuvo–. Usted no sé lo que hubiera hecho.
–En calidad de médico de la corte –respondió Lushin–, le recomendaría a la reina no dar bailes, cuando no se está para eso.
–Quizá usted habría acertado. Y usted, conde...
–¿Y yo? –repitió Malievski con su maligna sonrisa.
–Usted le ofrecería un bombón envenenado.
La cara de Malievski se torció un tanto y por un instante adquirió una expresión maliciosa; pero en seguida se echó a reír a carcajadas.
–En cuanto a usted, Voldemar... –continuó Zinaída–, aunque, basta ya, iniciemos otro juego.
–Monsieur Voldemar, como paje de la reina, le llevaría la cola cuando ella saliera corriendo al jardín –señaló Malievski mordaz.
Me puse completamente rojo, pero Zinaída apoyó rápido su mano en mi hombro y, alzándose un poco, pronunció con la voz ligeramente temblorosa:
–Nunca le he dado a su excelencia derecho a ser insolente, por eso le ruego que se retire –y señaló la puerta.
–Princesa, por favor –murmuró Malievski palideciendo.
–La princesa tiene razón –exclamo Bielovsórov y también se levantó.
–Yo, en verdad, no esperaba que... –continuó Malievski–, en mis palabras no creo que hubiera nada que... no he pensado siquiera ofenderla ... Perdóneme.
Zinaída le lanzó una mirada glacial y sonrió fríamente. Haciendo un ademán de indiferencia, concedió:
–Bien, quédese. Monsieur Voldemar y yo hemos hecho mal en molestarnos. Si usted goza puyando... haga lo que le parezca.
–Perdóneme –insistió Malievski; y yo, recordando el gesto de Zinaída, volví a pensar que una auténtica reina no le hubiera señalado la puerta con mayor dignidad a un atrevido.
Después de este pequeño incidente el juego de prendas no duró mucho; todos nos sentíamos algo incómodos, y no tanto por esa escena, como por otra sensación angustiosa y no del todo definida. Nadie hablaba al respecto, pero cada uno la percibía en su interior y en su vecino. Maidánov nos recitó sus versos, y Malievski se los elogió con exagerado entusiasmo.
–Fíjese cómo quiere ahora hacerse pasar por bueno –me susurró Lushin.
Nos retiramos pronto. Zinaída de improviso se quedó meditabunda; la vieja princesa mandó decir que le dolía la cabeza; Nirmatski comenzó a quejarse de su reumatismo...
Estuve largo rato sin conciliar el sueño; me obsesionaba el relato Zinaída.
–¿Será posible que encierre una insinuación? –me preguntaba–. ¿A quién o a qué se refería? Y si tuviera efectivamente algo que insinuar, ¿cómo decidirse a hacerlo?... No, no, no puede ser, murmuraba yo volviéndome de una ardiente mejilla a la otra... Pero recordaba la expresión de Zinaída cuando hablaba... recordé la exclamación que se le escapó a Lushin cuando paseábamos por el Nieskuchni; los cambios repentinos en su trato conmigo, y me perdía en cavilaciones. "¿Quién es él?" Estas palabras bailaban ante mis ojos, dibujadas en la oscuridad; parecía que sobre mí pendía una nube baja y tenebrosa, yo sentía su presión y esperaba que estallara de un momento a otro. En los últimos tiempos me había acostumbrado a muchas cosas, había visto muchas en la casa de las Zasekin; el desorden de su vida, sus cabos de vela de sebo, los cuchillos y tenedores rotos, el sombrío Vonifati, las criadas con la ropa deslucida; los modales de la princesa madre, toda esta vida desordenada había dejado de causarme asombro... Pero a lo que no podía acostumbrarme era a algo que creía notar confusamente en Zinaída... Mi madre había dicho en cierta ocasión que ella era una aventurera. ¡Ella, mi ídolo, mi diosa, una aventurera! Esa palabra me quemaba, procuraba ahuyentarla hundiéndome en la almohada, tenía rabia y, al mismo tiempo, ¡qué no hubiera aceptado, qué no habría dado por ser el hombre feliz de la fuente!...
La sangre me hervía y bullía en mi interior. "El jardín... la fuente... –pensé–. Me voy al jardín". Me vestí en un dos por tres y salí sigiloso de la casa. La noche era oscura, los árboles susurraban apenas; el cielo despedía un tenue frescor; del huerto llegaba un aroma a hinojo. Recorrí todos los senderos; el ligero sonido de mis pasos me desconcertaba y animaba a la vez; me detenía, esperaba y oía cómo palpitaba mi corazón: sonora y apresuradamente. Me acerqué por fin a la valla y me apoyé en ella. De pronto –¿o sólo me pareció?– a pocos pasos de mí pasó fugaz una figura de mujer... Agudicé la vista en la oscuridad y contuve la respiración... ¿Qué era aquello? ¿Eran pasos lo que oía, u otra vez los latidos de mi corazón?"
–¿Quién va? –balbuceé apenas.
¿Qué pasaba de nuevo? ¿Una risa ahogada? ... ¿o el susurro de las hojas... o un suspiro junto a mi oído? Sentí espanto...
–¿Quién va?" –repetí más bajo aún.
El aire se agitó un instante; en el cielo refulgió una franja del color del fuego: caía una estrella. "¿Zinaída?", quise preguntar, pero el sonido se ahogó en mis labios. Súbitamente todo alrededor se sumió en un profundo silencio, como ocurre con frecuencia a media noche... Hasta los grillos cesaron su cri-cri en los árboles; tan sólo chasqueó en algún sitio una ventana. Esperé largo rato y volví a mi cuarto, a mi cama ya fría. Experimentaba una extraña sensación: parecía como si hubiera asistido a una cita y me hubiera quedado solo, dejando pasar por delante una dicha ajena.

El primer amorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora