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Ese día empezó "mi pasión". Me acuerdo que sentí entonces algo semejante a lo que debe sentir una persona que la han contratado para trabajar: había dejado de ser simplemente un muchacho; estaba enamorado. He dicho que desde ese día empezó mi pasión; podría añadir que desde ese mismo día comenzaron mis sufrimientos. Me consumía cuando no estaba con Zinaída, no podía pensar en nada, ni hacer nada; pasaba los días enteros pensando intensamente en ella... Me consumía... pero en su presencia no encontraba ningún alivio. Estaba celoso, comprendía mi insignificancia, me enfadaba por cualquier tontería, por cualquier tontería me humillaba, y, a pesar de todo, una fuerza irresistible me atraía hacia ella; cada vez que traspasaba la puerta de su aposento sentía un temblor involuntario de felicidad. Zinaída no tardó en adivinar que estaba enamorado de ella, y yo no pensaba ocultárselo: ella se recreaba con mi pasión, bromeaba Me consentía y torturaba. Es dulce ser la fuente única, la causa absoluta y mansa de inmensas alegrías y del profundísimo dolor de otra persona, y yo en manos de Zinaída era tan dócil como la cera. Por cierto, que no era yo el único enamorado; todos los hombres que frecuentaban su casa estaban locos por ella; Zinaída los sometía a todos, los tenía rendidos a sus pies. Se divertía despertando en sus admiradores hoy esperanza, mañana recelo, y haciendo con ellos lo que le daba la gana (ella decía que eso era "golpear una persona contra otra"); ellos ni pensaban oponer resistencia y se sometían encantados. En todo su ser animoso y bello había cierta mezcla extraordinariamente atractiva de picardía y despreocupación, de artificio y sencillez, de calma y travesura. Todo lo que hacía y decía, cada movimiento suyo estaba saturado de un sutil y ligero hechizo, todo llevaba el sello de una fuerza peculiar, juguetona. Y también su rostro cambiaba a cada instante, expresando casi a un mismo tiempo ironía, meditación y vehemencia. Por sus ojos y sus labios pasaban fugaces los más variados sentimientos, leves, rápidos, como sombras de nubes en un día soleado y con viento.
Zinaída no podía pasar un día sin cada uno de sus admiradores. Bielovsórov, a quien a veces llamaba "mi fiera" y otras simplemente "mío", se hubiera arrojado por ella gozoso al fuego; sin confiar en su inteligencia ni en otras cualidades, le ofrecía a cada momento casarse con ella, insinuándole que los otros sólo gastaban palabras. Maidánov hacía vibrar las fibras poéticas de su alma: era un hombre bastante frío como casi todos los poetas, pero se esforzaba por persuadirla, y quizá también por persuadirse a sí mismo, de que la adoraba; la ensalzaba en versos interminables, y se los leía con un arrebato que tenía tanto de afectado como de natural. Ella le tenía simpatía, pero se burlaba un poquitín de él; no le creía del todo y, después de oír sus efusivas declamaciones, lo obligaba a recitar a Pushkin, para dar aire, como ella decía. Lushin, el doctor irónico y cínico de palabra, era el que mejor la conocía y el que más la amaba, aunque la sermoneaba en su presencia y en su ausencia. Ella lo respetaba, pero no le perdonaba nada y en varias ocasiones, con singular y malévola satisfacción, le daba a entender que a él también lo tenía en sus manos. Una vez le dijo en mi presencia: "¿Conque soy coqueta, conque yo no tengo corazón, conque tengo naturaleza de actriz? ¡Está bien! Deme su mano y yo le clavaré un alfiler; a usted le dará vergüenza de este joven, usted sentirá dolor y, a pesar de todo, tenga la bondad de reírse, muy veraz señor mío". Lushin se sonrojó, volvió la cabeza, se mordió un labio, pero terminó extendiendo la mano. Zinaída lo pinchó, y él, efectivamente, se echó a reír... ella también reía, clavándole bastante profundo el alfiler y mirándolo a los ojos, que él inútilmente apartaba...
Lo que menos comprendía yo eran las relaciones entre Zinaída y el conde Malievski. Él era apuesto, hábil e inteligente, pero incluso a mí, un muchacho de dieciséis años, me parecía notar en él algo dudoso, falso, y me asombraba que Zinaída no lo viera. Quizá ella percibiera esa falsedad y no le repugnara. Esa educación incorrecta, esas extrañas amistades y costumbres, la presencia constante de la madre, la pobreza y el desorden de la casa, todo, esa libertad que gozaba la joven, la sensación de su superioridad, sobre los que la rodeaban, habían formado en ella cierta desdeñosa negligencia y falta de exigencia. Podía venir Vonifati a decir que no había azúcar, podía salir a relucir algún chisme infame, podían discutir las visitas, pero ella sacudía sus bucles diciendo: ¡boberías!, y ya nada le importaba.
Yo, por el contrario, sentía que la sangre me hervía cada vez que Malievski se aproximaba a ella, balanceándose astutamente, como una zorra, se apoyaba con elegancia en el respaldo de su silla y le empezaba a susurrar a la oreja con una sonrisita presuntuosa y aduladora, y ella cruzaba las manos sobre el pecho, lo miraba atentamente y sonreía moviendo la cabeza.
Cierta vez le pregunté:
–¿Para qué recibe usted al señor Malievski?
–Pero si tiene unos bigotitos preciosos. ¡Ah, eso no lo entiende usted! –respondió.
En otra ocasión me dijo:
–No vaya a creer usted que lo quiero. No, no podría querer a una persona a la que debo mirar de arriba abajo. Yo necesito un hombre que sepa dominarme... Pero Dios es bondadoso y no encontraré a un hombre así. No caeré en garras de nadie, no caeré, no.
–Por lo tanto, ¿usted nunca amará?
–¿Y a usted? ¿Es que no lo quiero a usted? –me dijo golpeándome en la nariz con el guante.
Sí, Zinaída se burlaba de mí. En el transcurso de tres semanas la veía cada día ¡y cuántas cosas, cuántas cosas se había permitido hacer conmigo! A nuestra casa apenas venía, y yo no lo lamentaba, porque cuando llegaba era la señorita princesa, y yo me cohibía. Temía que mi madre se diera cuenta porque no simpatizaba con Zinaída y nos observaba con reprobación. A mi padre no le tenía tanto miedo: él parecía no reparar en mí y hablaba poco con ella, pero con mucha discreción y gravedad. Dejé de estudiar, de leer, dejé hasta de pasear por los alrededores y de montar a caballo. Rondaba a todas horas la casita entrañable, como un escarabajo atado de la patita; me hubiera quedado allí para siempre... pero era imposible, mi madre refunfuñaba y hasta Zinaída llegó a echarme.
Entonces me encerraba en mi cuarto o me ocultaba en el fondo del jardín, me encaramaba a las ruinas de un alto invernadero de piedra y, colgantes las piernas en el muro que daba a la carretera, me pasaba las horas mirando, mirando y sin ver nada. Unas mariposas blancas revoloteaban indolentes a mi lado sobre una ortiga polvorienta; un audaz gorrión se posaba cerca en un ladrillo rojo, medio roto, y trinaba irritado, agitando sin cesar su cuerpecito y abriendo su diminuta cola; las cornejas, desconfiando aún, graznaban de cuando en cuando, sentadas muy alto en la copa desnuda de un abedul; el sol y el viento jugaban suavemente en sus deshojadas ramas; a ratos, desde el monasterio Donskói, llegaba el tañido reposado y monótono de las campanas; y yo permanecía sentado, contemplando, escuchando, invadido por un sentimiento sin nombre en el que se encierra todo: la tristeza y la alegría, el presentimiento del mañana, el deseo de vivir y el temor a esa vida. Para entonces no comprendía nada de eso y no podría haberle dado nombre a nada de lo que me enardecía, o le habría puesto solo uno: Zinaída.
Pero ella seguía jugando conmigo como el gato con el ratón. Unas veces coqueteaba, y yo me emocionaba y derretía; otras, inesperadamente, me rechazaba, y yo no me atrevía a aproximarme ni a mirarla.
Recuerdo que durante varios días consecutivos estuvo muy fría conmigo; yo me sentía acobardado, entraba vacilando en su casa, y procuraba quedarme junto a la princesa madre, a pesar de que ella lanzaba muchas imprecaciones y gritos: los asuntos de las letras de cambio corrían mala suerte y ya había tenido dos explicaciones con la comisaría.
Un día iba por el jardín junto a la conocida valla y vi a Zinaída sentada en la hierba, la barbilla sobre las dos manos, inmóvil. Quise retirarme sin hacer ruido, pero de repente alzó la cabeza y me hizo una señal imperativa. No comprendí su gesto y no me moví de mi sitio.
Volvió a repetirlo. Salté la valla de un brinco y corrí feliz hacia ella; pero me detuvo con la mirada indicándome el caminito a dos pasos de donde ella estaba. Cohibido y sin saber qué hacer, me hinqué de rodillas al borde de la senda. Su rostro estaba tan pálido, cada rasgo suyo denotaba una aflicción tan amarga, un cansancio tan hondo, que se me encogió el corazón y musité espontáneamente:
–¿Qué le ocurre?
Zinaída extendió un brazo, arrancó una hierbecita, la mordió y la arrojó lejos. Por último me preguntó:
–Usted me quiere mucho, ¿verdad?
No le respondí: ¿para qué?
–Sí –continuó ella, sin dejar de mirarme–. Así es. Los mismos ojos –añadió, se quedó pensativa y se cubrió el rostro con las manos–. Todo me es odioso –murmuró– me iría al fin del mundo, no puedo resistir esto, no puedo dominarme... ¡Qué me espera! ... ¡Ah, qué angustia... Dios mío, qué angustia!...
–¿Por qué razón? –inquirí tímidamente.
Zinaída no contestó y se encogió de hombros. Yo seguía de rodillas contemplándola con profundo abatimiento. Cada palabra suya se me clavaba en el corazón. Creo que en ese instante habría dado con placer la vida con tal de que ella no sufriera. La miraba y, a pesar de que no comprendía por qué sufría tanto, mi fantasía vio con toda nitidez que ella, de improviso, en un arranque de incontenible pesar, había salido al jardín y allí había caído, como segada, a tierra. Todo a su alrededor era luz y verdor; el viento susurraba en las hojas de los árboles, balanceando a ratos una larga rama de frambuesa sobre la cabeza de Zinaída. A lo lejos se escuchaba el arrullo de unas palomas, y las abejas zumbaban, volando a poca altura sobre la escasa hierba. El cielo brindaba su inefable azul, y yo me sentía invadido por la tristeza...
–Recíteme alguna poesía –me dijo Zinaída a media voz y se apoyó en un codo–. Me gusta cuando usted recita. Lo hace con voz cantarina, pero no es nada, es porque usted es joven. Recíteme En los montes de Georgia. Pero antes, siéntese.
Me senté y recité En los montes de Georgia.
–"...Que no puede no amar" –repitió Zinaída–. Eso es lo bueno de la poesía: nos habla de lo que no existe, y de lo que no sólo es mejor de lo que existe, sino incluso de lo que es más parecido a la realidad... Que no puede no amar –¡querría, pero no puede!–Volvió otra vez a guardar silencio, se estremeció de pronto y se levantó–. Vamos, Maidánov está con mi madre; me ha traído un poema suyo, y yo lo dejé allí: él también está ahora afligido... ¡qué hacer! Usted comprenderá algún día... ¡no se enfade entonces conmigo!
"Zinaída me dio un rápido apretón de manos y se alejó corriendo. Volvimos a la casa. Maidánov inició la lectura de su "Asesino", que acababa de ser publicado; yo no lo escuchaba. Declamaba a voz en pecho sus yambos, las rimas se sucedían y sonaban como cascabeles, banales y sonoras, y yo miraba a Zinaída, tratando de desentrañar el sentido de sus últimas palabras.
¿Será que un rival secreto
Te ha logrado conquistar?
exclamó de pronto Maidánov con voz nasal; y mis ojos se cruzaron con los de Zinaída. Ella los bajó y se ruborizó apenas. Noté ese rubor"y me quedé espantado. Antes ya tenía celos, pero sólo en ese instante pasó como un rayo por mi imaginación la idea de que ella amaba a alguien. "¡Dios mío! ¡Ella ama a alguien!"

El primer amorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora