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Pasé toda la tarde y la mañana del día siguiente sumido en un melancólico embotamiento. Recuerdo que intenté ponerme a estudiar y abrí a Kaidánov; pero las extensas líneas y las páginas del célebre manual pasaban ante mis ojos sin dejar ninguna huella. Leí diez veces seguidas las palabras: "Julio César se distinguía por su arrojo militar", y, sin comprender una palabra, tiré el libro a un lado. Antes de la comida, volví a engominarme el pelo y me puse otra vez el capote y la corbata.
–¿Para qué? –preguntó mi madre al verme–. Aun no eres estudiante, y sabe Dios si pasarás los exámenes. Además, tu capote es nuevecito, no vamos a tirarlo...
–Vendrán visitas –murmuré casi con desesperación.
–¡Qué absurdo! ¡Vaya unas visitas!
Tuve que hacer caso, y sustituí el capote por la chaquetita, pero no me quité la corbata. La princesa y su hija llegaron media hora antes de la comida. La vieja, por encima del vestido verde que yo conocía, se había puesto un chal amarillo y, en la cabeza, llevaba una cofia pasada de moda, con cintas color fuego. Sin perder tiempo, se puso de inmediato a hablar de sus letras de cambio. Suspiraba, se quejaba de su pobreza, rogaba con insistencia, y no se inmutaba por nada, aspiraba el rapé haciendo mucho ruido, daba vueltas y se movía en su silla con el mismo desenfado que en su casa. Parecía olvidarse de que era princesa. Zinaída, por el contrario, se conducía con acentuada etiqueta, casi con arrogancia, como una auténtica princesa. En su rostro se dibujó una fría y altiva inmovilidad. Yo no la reconocía, no reconocía sus miradas, sus sonrisas, aunque en aquel nuevo porte me resultaba maravillosa. Llevaba un ligero vestido de lanilla haciendo visos en azul pálido; el cabello le caía en largos bucles sobre las mejillas, al estilo inglés, y el peinado armonizaba con la seria expresión del rostro. Durante la comida mi padre estuvo sentado a su lado, entreteniendo a su vecina de mesa con la elegante y apacible cortesía que lo caracterizaba. De vez en cuando le dirigía una mirada, que ella le devolvía también de vez en cuando, pero de una manera muy extraña, casi con animadversión. Hablaban en francés; recuerdo que me sorprendió la correcta pronunciación de Zinaída. La princesa madre seguía a la mesa sin inmutarse; comía en abundancia y alababa los platos. Mi madre, por lo visto, estaba hastiada de ella y le respondía con taciturno desdén; mi padre, de cuando en cuando, fruncía apenas las cejas. Zináída tampoco le agradó a mi madre.
–Es una engreída –decía al día siguiente–. No sé de qué puede estarlo avec sa mine de grisette.
–Por lo que se ve, tú no has visto a las grisettes –observó mi padre.
–¡Gracias a Dios!
–No cabe duda, a Dios gracias... pero ¿cómo puedes, entonces, juzgarlas?
Zinaída no me había hecho el menor caso. Poco después de terminar la comida la princesa se despidió.
–Confío en su protección, María Nikoláievna y Piotr Vasílievich –dijo con melosidad a mis padres–. ¡Qué se le va a hacer! Hubo otros tiempos pero ya pasaron. Y aquí me tienen, con un título nobiliario –añadió con una risa desagradable– ¡de qué valen los honores cuando no se tiene qué comer!
Mi padre se inclinó respetuoso y la acompañó hasta la puerta del vestíbulo. Yo estaba a su lado con mi chaquetita corta, los ojos fijos en el suelo, como un condenado a muerte. La actitud de Zinaída respecto a mí me había desconcertado por completo. Cuál no sería mi sorpresa cuando, al pasar a mi lado, me susurró precipitadamente y con la tierna expresión de antes en los ojos:
–Venga a casa a las ocho, ¿me oye? Sin falta...
Hice un gesto de asombro, pero ella ya se había cubierto la cabeza con un chal blanco y había salido.

El primer amorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora