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Me vería en un verdadero aprieto si me obligaran a relatar minuciosamente todo lo que me ocurrió en el transcurso de la semana que siguió a mi infortunada excursión. Fueron días extraños y febriles, algo así como un caos, en el que los más opuestos sentimientos, ideas, sospechas, esperanzas, alegrías y dolores giraban en torbellino; me daba miedo buscar dentro de mí, si es que un niño de dieciséis años pudiera ser capaz de un examen introspectivo como ese, temía averiguar algo, fuera lo que fuera. Me esforzaba por vivir el día hasta la noche, pero en la noche dormía... me ayudaba la ligereza infantil. No quería saber si era amado o no, y no quería confesarme a mí mismo que no lo era; evitaba a mi padre, pero no podía evitar a Zinaída... Su presencia me quemaba como el fuego... ¿y qué necesidad tenía yo de saber qué fuego era aquel, en el que me abrasaba y consumía, si me resultaba tan dulce consumirme y arder? Me entregaba a todas las sensaciones, me engañaba a mí mismo, denegaba mis recuerdos y simulaba no ver lo que presumía que se avecinaba... Probablemente mi arrobamiento no hubiera durado mucho tiempo... pero un golpe ensordecedor puso fin en un instante a todo y me lanzó por nuevos derroteros.
Un día llegaba a la hora de la comida, después de un paseo bastante largo, cuando me enteré, para sorpresa mía, que comería solo; mi padre se había marchado y mi madre se hallaba indispuesta, se había encerrado en su alcoba y no quería comer. Por la cara de los lacayos comprendí que había ocurrido algo grave. No me atreví a interrogarlos; pero Filipp, el joven despensero, era amigo mío; un ferviente entusiasta de la poesía y un artista cuando tocaba la guitarra. Fui a verlo. Me contó que entre mis padres había tenido lugar una escena terrible (en la habitación de las sirvientas se oyó todo y aunque muchas veces hablaban en francés, la doncella Masha lo comprendió todo, porque había servido cinco años en la casa de una costurera de París); por lo visto, mi madre había acusado a mi padre de serle infiel y entenderse con la señorita vecina; que mi padre al principio se justificaba, pero que terminó por estallar y, a su vez, le dijo a mi madre una palabra ofensiva, "parece ser que algo respecto a los años de la señora", por lo que mi madre había roto en lágrimas recordándole además una letra de cambio que, según parecía, le habían dado a la vieja princesa, habló muy mal de ella y también de la señorita, y entonces mi padre la amenazó.
–Y toda la tragedia –continuó Filipp– fue a causa de una carta anónima, y no se sabe quién la escribió; si no ¿cómo iban a salir a relucir todas esas cosas? No había motivo.
–Pero ¿en realidad ha habido algo? –murmuré penosamente al tiempo que las manos y las piernas se me enfriaban y algo vibraba en lo más profundo de mi alma.
Filipp me guiñó un ojo con picardía.
–Claro que ha habido; eso es difícil ocultarlo, y aunque su papá de usted esta vez ha tomado muchas precauciones, tampoco lo ha podido hacer sin gente, digamos, por ejemplo, para alquilar un carruaje, o para otra cosa...
Despedí a Filipp y me arrojé sobre el lecho. No me eché a llorar ni me dejé arrastrar por la desesperación; no me pregunté cómo ni cuándo había ocurrido todo; no me asombraba el no haberlo adivinado antes, hacía mucho tiempo... ni siquiera sentía resentimiento contra mi padre... Lo que acababa de conocer era superior a mis fuerzas: esa revelación inusitada me había anonadado. Todo había terminado. Todas mis flores habían sido arrancadas de golpe y yacían a mi alrededor, dispersas y pisoteadas.

El primer amorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora