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Durante los cinco o seis días siguientes casi no vi a Zinaída; decía que estaba enferma, lo que no era obstáculo para que los visitantes de siempre se presentaran a hacer la guardia –como ellos decían–, a excepción de Maidánov, que en cuanto perdía la oportunidad de lanzar exclamaciones de entusiasmo decaía de ánimo y se ponía triste. Bielovsórov continuaba sentado en su rincón, desanimado, con la guerrera abotonada de arriba abajo y el rostro rubicundo; en la fina cara del conde Malievski danzaba constantemente una maléfica sonrisa; en verdad, había caído en desgracia, y se mostraba más que servicial con la princesa madre, a quien acompañó en un coche de alquiler a ver al gobernador general; por cierto que ese viaje fue un fracaso, y hasta le costó un disgusto a Malievski: le hicieron recordar la historia de ciertos oficiales de caminos y, al dar las explicaciones, tuvo que confesar que para aquel entonces aún no tenía experiencia. Lushin venía dos veces al día, y se quedaba poco tiempo: después de nuestra última explicación yo le tenía cierto miedo, sintiendo a la vez una sincera atracción por él. Un día salió a pasear conmigo por el jardín Nieskuchni; estuvo muy amable y benévolo, me dijo los nombres y las propiedades de las diversas hierbas y flores y, de pronto, sin ton ni son, exclamó, dándose una palmada en la frente:
–¡Y yo, pobre tonto, creí que era una coqueta! Está visto que hay quien goza sacrificándose.
–¿Qué quiere usted decir con eso?
–A usted no le quiero decir nada –se apresuró a contestar, con una voz alterada.
Zinaída me rehuía. No podía dejar de notar que mi presencia le desagradaba. Al verme, se daba la vuelta... instintivamente; eso era lo más amargo, eso era lo que me entristecía. Y como eso no tenía arreglo, yo procuraba que no me viera, limitándome a contemplarla desde lejos, cosa que no siempre lograba. A la joven princesa le seguía ocurriendo algo incomprensible; su cara había cambiado, y toda ella era distinta. El cambio operado en ella me sorprendió sobre todo una tarde templada y apacible. Estaba yo sentado en un banco, al pie de una frondosa mata de saúco; me había encariñado con ese lugar, porque desde allí se veía la ventana del cuarto de Zinaída. Estaba yo sentado, y entre el ramaje oscurecido se agitaba afanoso un pájaro; un gato gris, con el cuerpo todo tenso, se deslizaba cauteloso por el jardín, y los primeros abejorros zumbaban pesadamente en el aire diáfano, aunque ya estaba oscureciendo. Miraba la ventana, esperando a que se abriera y, en efecto, se abrió y apareció Zinaída. Llevaba un vestido blanco y, todo en ella, su rostro, sus hombros, sus manos, tenía la palidez de la nieve. Permaneció inmóvil un largo rato, y así inmóvil miró largo rato, el ceño fruncido, hacia el frente. Yo no conocía esa mirada suya. Después apretó las manos con fuerza, muy fuerte, se las llevó a los labios, a la frente y, de súbito, desanudando los dedos, apartó el pelo de las sienes con violencia, sacudió los mechones de pelo y, con un enérgico movimiento de cabeza de arriba abajo, cerró la ventana de un golpazo.
Al cabo de tres días me descubrió en el jardín. Quise alejarme, pero ella misma me detuvo.
–Deme su mano –me dijo con la misma ternura anterior–, hace mucho que no charlamos usted y yo.
La miré: sus ojos brillaban con dulzura, y su rostro sonreía como a través de una niebla.
–¿Sigue usted enferma? –le pregunté.
–No, ya se ha pasado todo –respondió al tiempo que arrancaba una rosa bermeja–. Estoy un poco cansada, pero esto también pasará.
–¿Y será usted la misma de antes?
Zinaída se acercó la rosa a la cara, y me pareció que sus mejillas se encendían con el reflejo de los vivos pétalos.
–¿He cambiado? –preguntó ella.
–Sí, ha cambiado –dije a media voz.
–Sé que he estado fría con usted, lo sé, pero no debe darle importancia... no podía de otra manera... ¡Para qué hablar de eso!
–¡Lo que usted no quiere es que yo la ame! –exclamé desolado, en un arranque incontenible.
–Al contrario, quiérame usted, pero no como antes.
–¿Cómo entonces?
–Seamos amigos, eso es mejor –Zinaída me dio a oler la rosa–. Escuche, yo soy mucho mayor que usted, podría ser su tía; bueno, si no su tía, por lo menos su hermana mayor. Y usted...
–Yo soy un chiquillo para usted –la interrumpí.
–Sí, un chiquillo, pero simpático, bueno, inteligente, al que quiero mucho. ¿Sabe una cosa? Desde hoy le otorgo el título de paje; y no olvide que los pajes no se deben separar de sus damas. Aquí tiene el emblema de su nuevo título –agregó, poniéndome la rosa en el ojal de mi chaqueta: la prueba de mi benevolencia hacia usted.
–Antes recibía otras pruebas de benevolencia –murmuré.
Zinaída me miró de reojo y exclamó:
–¡Ah, qué memoria tiene! ¡Y qué! Estoy dispuesta también ahora...
Entonces, inclinándose hacia mí, estampó en mi frente un beso puro y sereno.
Cuando levanté los ojos ella se alejaba y, diciéndome "¡Sígame, paje mío!" se encaminó hacia su casa. La seguí sin salir del desconcierto. "¿Será posible, pensaba, que esta muchacha tranquila y razonable sea la misma Zinaída que conocí?" Su andar también me pareció más calmoso y todo su porte más majestuoso y esbelto...
¡Dios mío! ¡Qué pasión tan fuerte volvía a enardecer mi corazón!

El primer amorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora