17

9 1 0
                                    

Al día siguiente vi a Zinaída sólo de paso: se iba con la princesa en un coche de alquiler no sé adónde. En cambio vi a Lushin, que apenas se dignó saludarme, y a Malievski. El joven conde hizo una mueca a modo de sonrisa y me abordó amistoso. De todos los invitados de la princesa él fue el único que supo introducirse en nuestra casa, cayéndole en gracia a mi madre. Mi padre no lo apreciaba y lo trataba con una cortesía que lindaba en la ofensa.
–Ah, monsieur le page –comenzó Malievski–, cuánto me alegro de verlo. ¿Qué hace su hermosa reina?
Su rostro fresco y bello me resultó en ese instante antipático; me miraba con tan desdeñosa burla, que ni siquiera le respondí. Y él continuaba:
–¿Sigue usted enfadado? Hace mal. No fui yo quien le concedió el título de paje, y los pajes pertenecen, preferentemente, a las reinas. Pero permítame que le diga que usted cumple mal con sus obligaciones.
–¿Por qué?
–Los pajes no deben separarse de sus soberanas; los pajes deben saber todo lo que ellas hacen, deben incluso vigilarlas –y añadió bajando la voz: día y noche.
–¿Qué quiere decir usted?
–¿Qué quiero decir? Creo que me explico bien: día y noche. De día vaya y pase, de día hay luz y gente, pero de noche... de noche puede temerse cualquier desgracia. Le aconsejo que no duerma de noche y que observe, observe escrupulosamente. ¿Recuerda? En el jardín, de noche, junto a la fuente. Allí es donde hay que vigilar. Me lo agradecerá usted.
Malievski se echó a reír y me dio la espalda. Por lo visto, no le daba mucha importancia a sus palabras; tenía fama de ser un excelente mistificador y de saber burlarse de la gente en los bailes de máscaras, a los que le favorecía su innata falsedad, casi inconsciente... Sólo pretendía aguijonearme, pero cada palabra suya corría como veneno por mis venas. Se me subió la sangre a la cabeza.
¡Ah, conque esas tenemos! –me dije–. ¡Está bien! ¡Resulta que mis presentimientos de anoche no carecían de sentido. Por algo quería yo salir al jardín! ¡Eso no ocurrirá!", exclamé en voz alta, golpeándome el pecho aunque no sabía a ciencia cierta qué es lo que no debía ocurrir. Seguía cavilando: "Si Malievski llega a aparecer por el jardín (quizá se le haya escapado, para eso le sobra atrevimiento) o cualquier otro (la valla de nuestro jardín era muy baja, y no costaba ningún trabajo saltarla), no lo pasará bien si cae en mis manos. ¡No le aconsejo a nadie vérselas conmigo!... ¡Le demostraré a todo el mundo y a ella, a la infiel (así la llamé, infiel) que sabré vengarme!..."
Volví a mi cuarto, saqué del escritorio una navajita inglesa adquirida hacía poco, acaricié el filo de la hoja y, frunciendo el ceño, la guardé en el bolsillo con un gesto de sombría y reconcentrada decisión, como si aquello no tuviera nada de particular y resultara para mí lo más corriente del mundo. El corazón me dio un vuelco y se petrificó. Hasta la noche no alisé el entrecejo ni despegué los labios; iba y venía por el cuarto, apretando con la mano en el bolsillo la navaja caliente, preparándome para algo terrible. Estas nuevas sensaciones desconocidas me entretenían y hasta me divertían. En realidad, casi había dejado de pensar en Zinaída. Mi imaginación veía al joven gitano Aleko: "¿Dónde vas, bello joven? –Sigue durmiendo. . ." y después: "¡Estás todo salpicado de sangre! ¡Oh! ¿Qué has hecho?... –¡Nada!". Con qué cruel sonrisa repetía yo ese ¡nada! Mi padre estaba ausente; pero mi madre, que de un tiempo a esta parte se encontraba en un estado casi constante de sorda irritación, se fijó en mi lúgubre aspecto y me dijo durante la cena: –¿Por qué pones esa cara tan enfurruñada? Sonreí condescendiente y pensé: "¡Si supieran!" Dieron las once; me retiré a mi cuarto, pero no me desnudé; esperé la media noche, que por fin llegó. "¡Ya es hora!", murmuré entre dientes y, abrochándome los botones y hasta arremangándome, me encaminé al jardín.
Había escogido con antelación un sitio propicio para vigilar: al fondo del jardín, donde la valla que separaba nuestras posesiones y las de las Zasekin chocaba contra un muro común, crecía un abeto solitario; al pie de su ramaje bajo y espeso podía ver bien todo lo lejos que me permitiera la oscuridad de la noche, todo lo que sucediera alrededor; allí mismo zigzagueaba un caminito que siempre me había parecido misterioso: como una serpiente, se arrastraba por debajo de la valla (se veían huellas de pisadas) y conducía a una glorieta rodeada de acacias. Llegué hasta el abeto, me apoyé en su tronco y me puse al acecho.
La noche era tan serena como la anterior; pero en el cielo había menos nubarrones, y por eso se dibujaban con más nitidez los contornos de los arbustos y las altas flores. Los primeros instantes de espera fueron angustiosos, casi dramáticos. Estaba dispuesto a todo y no hacía más que cavilar: ¿Qué hacer? Rugir "¿Adónde vas? ¡Alto! ¡Di quién eres o morirás!", o sencillamente acuchillarle... Cada sonido, cada susurro, cada runrún me sonaba como algo importante, extraordinario... parecía un emboscado... Me había inclinado un poco hacia adelante... Pero transcurrió media hora, y después una hora más; la sangre se me calmaba, se iba enfriando; empecé a sospechar que todo aquello era estéril, incluso un poco ridículo, que Malievski se había burlado de mí. Abandoné mi escondite y recorrí todo el jardín. Como a propósito, no se oía ningún ruido: todo estaba en calma; hasta nuestro perro dormía hecho un ovillo junto a la cancela. Me encaramé a las ruinas del invernadero; vi un ancho campo en la lejanía, recordé el encuentro con Zinaída y me quedé pensativo.
Me estremecí... Me pareció haber oído el chirrido de una puerta al abrirse, después el ligero chasquido de una ramita al romperse... De dos saltos descendí de las ruinas y me quedé de una pieza. En el jardín sonaban claramente unos pasos rápidos, leves, aunque prudentes, cautelosos que se aproximaban. "¡Aquí está... aquí está por fin!", repicó mi corazón. Saqué con nerviosismo la navaja del bolsillo, la abrí trémulo, ante mis ojos danzaron unas chispitas rojas; se me erizó el pelo de espanto y de rabia... Los pasos venían derecho hacia mí; me agaché, dispuesto a lanzarme a su encuentro... Entonces descubrí a un hombre... ¡Dios mío! ¡Era mi padre!
Lo reconocí de inmediato, aunque iba envuelto en una capa oscura y se había echado el sombrero sobre la cara. Pasó a mi lado de puntillas y no me vio, aunque nada me ocultaba: pero me encogí y doblé tanto, que creí haberme confundido con la tierra. El celoso Otelo, decidido a matar, se convirtió instantáneamente en un muchacho de escuela...
Me asustó tanto la súbita aparición de mi padre, que al principio ni siquiera comprendí por dónde había venido ni por dónde se había esfumado. Sólo cuando volvió a reinar el silencio me levanté y pensé: "¿Por qué andará mi padre de noche por el jardín?" De miedo se me cayó la navaja en la hierba, pero no me entretuve en buscarla; sentía una profunda vergüenza. En seguida me serené. De regreso a la casa me acerqué, no obstante, a mi banco bajo la mata de sauco y miré la ventana de la alcoba de Zinaída. Los cristales pequeños, un poco cóncavos, de la ventanita, azuleaban opacos a la débil luz del cielo nocturno. De pronto, empezaron a cambiar de color... Tras los cristales –yo lo veía, lo veía claramente– descendía con cuidado y lentamente una cortina blanquecina, que bajó hasta el alféizar, y allí se quedó inmóvil.
–¿Qué significa eso? –dije en voz alta, casi sin pensar, cuando estuve otra vez en mi habitación–. Un sueño, casualidad, o... –las inauditas suposiciones que se adueñaron de mi razón eran tan insólitas y sorprendentes que ni me atreví a detenerme en ellas.

El primer amorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora