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Mi padre salía todos los días a caballo; tenía un hermoso animal inglés gris rojizo, de largo y fino cuello y largas patas, infatigable y brioso. Se llamaba Electric. Solo mi padre podía montarlo. Un día vino a verme de muy buen humor, cosa que hacía tiempo no sucedía; se disponía a salir y ya llevaba las espuelas puestas cuando le pedí que me llevara con él.
–Mejor es que juguemos al salto del carnero –me respondió–, porque en tu rocín no me darás alcance.
–Sí que podré darte alcance. Me pondré también las espuelas.
–Está bien, probemos.
Nos marchamos. Tenía yo un caballito negro, de crin oscura, fuerte de miembros y bastante brioso; claro que tenía que marchar a todo galope mientras Electric iba a buen trote, pero no me quedaba rezagado. No he visto jinete como mi padre; montaba con elegancia y con una destreza tan negligente, que se diría que el caballo se daba cuenta y se pavoneaba por él. Atravesamos todos los bulevares, pasamos por Diévichie Polie, saltamos varias vallas (al principio me daba miedo saltar, pero mi padre despreciaba a los pusilánimes, y perdí el temor); cruzamos dos veces el río Moskova y creía que estábamos por regresar a la casa, sobre todo porque mi caballo estaba rendido y mi padre ya lo había notado. De pronto, torció en dirección contraria al vado de Crimea y siguió al galope a lo largo de la orilla. Lancé mi caballo tras él. Al llegar a una alta pila de troncos viejos, bajó con agilidad de Electric, me ordenó que desmontara, me entregó las riendas de su cabalgadura, diciéndome que lo esperara allí mismo, junto a los troncos, y se internó en una estrecha calleja, donde desapareció. Empecé a caminar a lo largo de la orilla, de un lado a otro, llevando a los caballos con la mano derecha y maldiciendo a Electric que sacudía la cabeza, resoplaba y relinchaba; y cuando yo me detenía, piafaba y mordía a mi rocín en el cuello, en fin, se comportaba como un pur sang mimado. Mi padre no regresaba. Del río llegaba una humedad desagradable; caía lentamente una llovizna que salpicó de diminutas manchas oscuras los absurdos troncos grises, alrededor de los cuales yo vagaba y estaba cansado de ver. Me estaba impacientando y mi padre seguía sin aparecer. Un centinela finés, también gris todo él, con un enorme chacó viejo, semejante a una olla, en la cabeza, y una alabarda enhiesta (¡para qué haría falta un centinela a orillas del río Moskova!) se me aproximó y, mirándome con su arrugada cara senil, preguntó:
–¿Qué hace usted aquí con esos caballos, señorito? Deme que se los sujete.
No le respondí. Me pidió tabaco. Para deshacerme de él (además de que mi impaciencia iba en aumento) di varios pasos en la dirección por donde se había alejado mi padre; después llegué hasta el final de la calleja, volteé la esquina y me detuve. En la calle a unos cuarenta pasos de donde yo estaba, ante la ventana abierta de una casita de madera, vi a mi padre, apoyado el pecho en el marco de la ventana. En la casita, una mujer vestida de negro y medio oculta por la cortina, conversaba con él. Aquella mujer era Zinaída.
Me quedé de piedra. Confieso que jamás hubiera esperado ver eso. Mi primera intención fue echar a correr. Pensé: "Si mi padre se vuelve, estoy perdido..." Pero una extraña sensación, algo superior a la curiosidad, superior incluso a los celos, superior al temor, fue lo que me retuvo. Quedé en suspenso, mirando y esforzándome por escuchar. Parecía que mi padre insistía en algo. Zinaída negaba. Creo estar viendo su rostro: dolorido, serio, hermoso y con un sello indescriptible de fidelidad, de tristeza, de amor y de cierta desesperación, no puedo encontrar la palabra. Contestaba con monosílabos, no alzaba los ojos y sólo sonreía, sumisa y obstinada. Esa sonrisa me bastó para reconocer a la Zinaída de otras veces. Mi padre se encogió de hombros y se arregló el sombrero: ese era siempre su ademán de impaciencia... Después escuché las palabras: "Vous devez vous séparer de celte..." Zinaída se irguió y le tendió la mano... De pronto, vi algo increíble: mi padre alzó repentinamente la fusta con la que se había estado sacudiendo el polvo del capote y oí un golpe seco sobre aquel brazo desnudo hasta el codo. Hice un gran esfuerzo por no gritar. Zinaída se estremeció, lo miró en silencio, alzó lentamente el brazo hasta sus labios y besó la roja cicatriz. Mi padre arrojó la fusta, subió corriendo los peldaños de la galería y entró como un rayo en la casa. Zinaída se volvió, extendió los brazos, echó la cabeza hacia atrás, y también se apartó de la ventana.
Confudido por la impresión, con el corazón oprimido por el asombro, desanduve corriendo la calleja, casi solté a Electric y volví a la orilla del río. No podía explicarme lo sucedido. Sabía que a mi padre, siempre frío y moderado, a veces lo cegaba la cólera; no obstante no podía comprender lo que acababa de presenciar... pero de una cosa estaba seguro: que por mucho que viviera, me sería imposible olvidar aquel gesto, aquella mirada y aquella sonrisa de Zinaída; que su imagen, esa imagen nueva que había surgido repentinamente ante mí, había quedado grabada en mi memoria para siempre. Miraba el río sin verlo y sin notar que estaba llorando. Pensaba "a ella le pegan... le pegan... la pegan...
–¿Qué esperas? ¡Dame el caballo! –escuché a mis espaldas la voz de mi padre.
Le entregué las riendas maquinalmente. Montó de un salto. Electric, que se había enfriado, se encabritó y dio un salto de unos tres metros... pero mi padre lo amansó en seguida, lo espoleó en los ijares y le golpeó el cuello con el puño. "¡Ah, no tengo la fusta!" –murmuró.
Recordé aquel silbido reciente, aquel golpe de la fusta y me estremecí.
–¿La perdiste? –interrogué a mi padre después de una pausa.
No me contestó y se adelantó a galope. Le di alcance. Quería sin falta verle la cara.
–¿Te has aburrido en mi ausencia? –musitó entre dientes.
–Un poco. ¿Dónde perdiste la fusta? –volví a preguntarle.
Me lanzó una rápida mirada.
–No la he perdido, la he tirado...
Se quedó pensativo y bajó la cabeza... y fue en ese instante cuando, por primera vez y quizá por última, vi cuánta ternura y pesar podían expresar sus severos rasgos.
Volvió a galopar y yo me quedé rezagado; llegué a la casa un cuarto de hora después que él.
"¡Esto sí que es amor –volví a decirme, sentado esa noche ante mi escritorio, sobre el que ya empezaban a aparecer cuadernos y libros–, esto es pasión! ¡Cómo puede una persona no indignarse, cómo puede tolerar un golpe, venga de quien venga... aunque sea de la mano más amada! Por lo visto sucede, si se ama... ¡Y yo... yo que me imaginaba!..."
En el último mes me sentí muy viejo, y mi amor, con todas sus emociones y sufrimientos me pareció tan mísero, tan pueril e insignificante, comparándolo con aquel otro, impenetrable para mí, que apenas si podía adivinar y que me asustaba, como si fuera un rostro desconocido, bello, pero terrible, que en vano se intenta reconocer en la penumbra...
Aquella misma noche tuve un sueño extraño y horrible. Me pareció ver que entraba en una estancia baja y oscura... Mi padre empuñaba un látigo y golpeaba el suelo con los pies; estaba Zinaída arrinconada con una cicatriz roja no en el brazo, sino en la frente... Detrás de los dos se alzaba, completamente ensangrentado, Bielovsórov, los pálidos labios abiertos y amenazando iracundo a mi padre.
Dos meses más tarde ingresé a la Universidad; y al cabo de medio año moría mi padre (de un derrame cerebral) en Petersburgo, donde se acababa de trasladar toda la familia. Días antes de morir había recibido una carta de Moscú que lo había trastornado profundamente. Había ido a rogar no sé qué a mi madre, y dicen que hasta había llorado, ¡él, mi padre! La misma mañana en la que sufrió el derrame había comenzado a redactar una carta dirigida a mí, en francés, en la que decía: "Hijo mío, teme el amor femenino, teme esa dicha, ese veneno..." Después de su muerte, mi madre envió a Moscú una suma de dinero bastante considerable.

El primer amorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora