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Tenía por costumbre vagar cada tarde por nuestro jardín, acechando escopeta en mano a los cuervos. Desde siempre odiaba a esos pájaros recelosos, rapaces y astutos. El día del que voy a hablar fui como siempre al jardín y, después de recorrer sin éxito todos los senderos (los cuervos ya me conocían y sólo lanzaban entrecortados graznidos desde lejos), me aproximé casualmente a la valla baja que separaba nuestra propiedad de la franja de un estrecho jardín, situado a la derecha, detrás del ala y que le pertenecía. Iba yo con la cabeza gacha. De repente escuché unas voces: miré al otro lado de la valla y quedé petrificado... Fui testigo de un espectáculo singular.
A unos pasos de distancia donde me encontraba, en un claro, entre unas matas aún verdes de frambuesa, estaba una muchacha alta, esbelta, con un vestido rosa a rayas y un pañuelito blanco a la cabeza.
A su alrededor se apretujaban cuatro jóvenes, y ella los golpeaba por turno en la frente con esas flores grises pequeñas, cuyo nombre ignoro, pero que los niños conocen tan bien. Son esas flores que forman unas bolsitas y cuando uno las golpea con contra algo duro revientan con estrépito. Los jóvenes ofrecían la frente con tanto placer y en los movimientos de la muchacha (yo la observaba de perfil) había algo tan encantador y dominante, tan cariñoso, tan divertido y agradable que casi lancé un grito de sorpresa y satisfacción y creo que en ese instante lo habría dado todo porque aquellos deliciosos deditos me golpearan también en la frente con una flor. Se me cayó la escopeta; quedé en suspenso, devorando con los ojos aquel grácil talle, y el cuello, y las bellas manos, y la rubia cabellera un poco despeinada bajo el blanco pañuelito, y el inteligente ojo entornado, y las pestañas, y la tierna mejilla debajo de ellas...
–¡Joven, oiga jovencito! –oí de pronto una voz a mi lado–, ¿Le parece que está bien mirar de esa manera a las señoritas desconocidas?
Me estremecí y quedé de una pieza. Muy cerca, del otro lado de la valla, estaba un hombre de pelo negro corto, mirándome irónicamente. En el mismo instante la muchacha se dio la vuelta hacia mí... Vi entonces unos enormes ojos grises en un rostro ágil y animado. Ese rostro de pronto se estremeció, empezó a reírse, brillaron en él unos dientes blancos, las cejas se arquearon graciosas... Me sonrojé, recogí la escopeta y, perseguido por unas carcajadas sonoras, pero no malintencionadas, corrí hasta mi cuarto, me arrojé sobre la cama y me cubrí la cara con las manos. El corazón me daba brincos; estaba avergonzado y alegre a la vez. Me embargaba una emoción desconocida.
Descansé, me peiné, me arreglé y bajé a tomar el té. Aún tenía en la mente la imagen de la muchacha, el corazón me había dejado de saltar, pero se contraía dulcemente.
–¿Qué te pasa? –preguntó de repente mi padre–. ¿Mataste algún cuervo?
Quise revelarle todo, pero me contuve, y sólo sonreí para mis adentros. Antes de acostarme, no sabría explicar por qué, giré tres veces sobre una pierna, me unté pomada en el pelo, me tumbé y dormí toda la noche como un lirón. No había amanecido aún cuando me desperté por un instante, levanté la cabeza, miré alrededor eufórico alrededor, y volví a dormirme.

El primer amorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora